¡Qué curioso! Una de las cosas que me enseñaron muy temprano cuando comencé a andar por la religión es que Dios no tiene necesidad de nada, ni tampoco de nadie, Él es la existencia increada que lo crea todo.
Dios en su sustancia Divina está completo, y por ende no tiene necesidad de nada; ni si quiera de sí mismo. Por tanto, no necesita de nuestro culto, ni de nuestros ritos. No son nuestras alabanzas, ni tampoco nuestros sacrificios lo que hacen ser Dios a Dios. Su existencia no depende de nuestro reconocimiento, ni queda atrapado en alguna religión que lo anuncie, lo proclame como objeto de su fe o sujeto de sus ceremonias, lo defienda o lo controle.
Sin embargo, y esto queda bien claro en la historia de la Salvación, desde Abraham hasta llegar al mismo Jesucristo, Dios no obra en soledad.
Quizá no necesite de nosotros, como de hecho no lo hace, pero, en atención a lo humano, Dios llama al hombre a ser partícipe en todo momento de su Plan de Redención.
Esto nos deja con una interrogante que nos complica aún más las cosas:
¿Si Dios no nos necesita, para qué entonces nos llama?
La respuesta no es tan obvia, pero si más sencilla de lo que al principio nos pueda parecer: no es en virtud a su necesidad, que Dios nos llama, sino a la nuestra. No es Dios quien necesita y por eso nos llama, sino que somos nosotros los que necesitamos y por eso él nos llama.
Así pues, es en relación a nuestra propia necesidad y la que tenemos de Él, es por lo que nos llama a acompañarlo, a asistirlo, apoyarlo, ayudarlo en su acción salvífica.
Es necesario acá acotar que la acción salvífica no redundada en beneficio divino sino en el humano. Digámoslo de otra manera, quizá un poco más coloquial: Dios no gana puntos de popularidad cuando actúa en beneficio del hombre, ni los pierde cuando las personas son víctimas de su tragedia. Dios no es más Dios porque hace cosas buenas por los hombres, ni deja de serlo cuando el hombre sufre.
Es justamente el sufrimiento del hombre lo que mueve la acción de Dios; su intervención.
Es el sufrimiento sobre todo el de los más desvalidos e inocentes, el mismo que hace que algunos reclamen con desdén diciendo: ¿y dónde está tu Dios? y muchos extiendan al cielo sus brazos y con lágrimas en los ojos digan: ¿Dónde estás, Tú, Oh Dios, el que me salva?, la razón -no exclusiva pero si fundamental- que mueve la determinación de Dios a actuar.
Movido en amor y por amor, Dios, entonces, llama, busca, y se deja acompañar por el mismo hombre que clama, que suplica y también reclama.
Dios no siente necesidad, no tiene necesidad, sin embargo, Dios ama, Dios en sí mismo es Amor, y en ese amor nos busca, y por ese amor nos acerca hasta él, y en amor desbordado él mismo viene a nuestro encuentro.
El sufrimiento del ser humano, no es Él quien lo provoca, pero no queda desatendido el grito que desde el dolor sube hasta su cielo, como tampoco queda sin ser oído el susurro de amor de aquel que corresponde al suyo.
Y de ahí que, cuando Dios llama, lo que espera a quien le atiende y responde, es un camino lleno de exigencias que amerita, dedicación, esfuerzo, empeño y entrega, muchas veces incondicional y en ocasiones exclusiva.
¿Acaso esperabas algo distinto?
Si, en realidad sí. Algo simple, fácil y sencillo. A un Dios que por ser Dios haga que todo nos resulte agradable y placentero. ¿De qué sirve, si no es así, creer en Dios?
Vivir en y por el Amor de Dios, no es nada sencillo y aunque en su amor hemos sido llamados, la realización de esa vida en amor, será una ardua labor.
A manera de síntesis:
- Dios no obra sólo, ni en soledad, por tanto llama, invita y convoca; y aunque pudiera hacer todo por sí mismo, te llama a ti, me llama a mí, llama a un pueblo, a una comunidad, para ser partícipes de su obra de amor y acción de salvación.
- Dios no obra en soledad, sino que involucra, convoca, reúne. Nadie que ame actúa al margen del amado. Y aunque Dios no tiene necesidad alguna, nos llama a ser partícipes de su amor, de su entrega, de su bondad, y a buscar junto con Él reconciliación, libertad, justicia y paz.
- Responder al llamado no es una obligación, sino un acto pleno de la libertad humana; y aunque se puede rechazar la invitación, eso no le quita a Dios el mérito de la insistencia (Jonás, por ejemplo).
- Aceptar la invitación conlleva las exigencias que hay implicadas en la acción para la que se ha sido convocado por el Señor. El amor como finalidad de la existencia no es sólo romance, sino labor constante.
No somos objetos de la acción de Dios, sino sujetos de su amor y por tanto, jamás Dios obrará en soledad.
¿Listo para acompañar a Dios?
Yerko Reyes Benavides
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