lunes, 26 de noviembre de 2012

La Mula y el Buey de la discordia

La reciente publicación del libro La Infancia de Jesús, escrito por el Papa Benedicto XVI, ha causado un revuelo y ha levantado una polvareda en la expresión popular de la fe que se manifiesta en los pesebres realizados por muchos en esta época de fiestas decembrinas. Una pregunta resuena en el aire a vox populi: ¿quitamos o no quitamos la mula y el buey de nuestros pesebres? Y también se escucha, como respuesta de niños en rebeldía: “el Papa que diga lo que diga, nosotros dejamos la mula y el buey”, el Papa no nos puede quitar de un plumazo nuestras costumbres y tradiciones, concluye una mayoría.

La pregunta que nos hacemos entorno a esta polémica por tan peculiares “testigos” del nacimiento de Jesús -tal cual como versa una de nuestras canciones de aguinaldo más apreciadas compuesta por el dueto Criollísimo, que dice: “San José y la Virgen, la mula y el buey, fueron los que vieron al niño nacer…”(Corre Caballito)-  es si la presencia o ausencia de estos animalitos afecta o no al acontecimiento histórico del nacimiento del Hijo de Dios y, más aún, si contraviene el plan de redención.

Responder a este cuestionamiento nos va a llevar un par de párrafos más. Ya que necesitamos conocer un poquito más no sólo del origen de la tradición que ubica a la mula y al buey en el mismo lugar del nacimiento de Jesús, sino también, adentrarnos a cómo eran las cosas en el tiempo en el que estas narraciones tienen su aparición.

Valoremos en primer lugar el mismo argumento que utiliza el Papa para afirmar con tal seguridad la ausencia de la mula y el buey del portal de Belén. Efectivamente los textos que nos narran los hechos del nacimiento de Jesús no contemplan en ellos la presencia de la mula y el buey. Si revisamos los Evangelios de San Mateo y San Lucas, ninguno de ellos se detiene a dar detalles de su estadía en el portal. San Mateo narra el nacimiento de Jesús diciendo: “Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos magos que venían de oriente se presentaron en Jerusalén” (2,1) y continua el relato aprovechando la presencia de los “reyes magos” como un contexto literario para presentar, la huida de la santa familia a Egipto y su posterior radicación en Nazaret, tal cual como en tradiciones antiguas se esperaba del mesías de Dios.

Por su parte el Evangelio de San Lucas refiere el nacimiento del Salvador con estas palabras: “Y sucedió que, mientras ellos estaban allí (Belén), se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento” (2,6-7). En ninguno de los dos relatos aparecen la mula y el buey. Sin embargo, en el Evangelio de San Lucas surge específicamente que el nacimiento acaeció en un “pesebre” (pe'seβɾe- lugar o cajón donde se da de comer a los animales), para hacer especial énfasis en que tal “humilde” nacimiento sucedió porque “no había lugar para ellos en el alojamiento”.

Por la sobriedad con la que Mateo y Lucas recogen las tradiciones orales, primera forma de transmisión de los hechos y dichos de la vida de Jesucristo, no falta quien preste atención  a otros relatos más aderezados de lo mítico y lo mágico, para hacer de lo que ya es una acción maravillosa del amor de Dios por nosotros, algo aún más extraordinario, tanto que se vuelve exagerado y ficticio.

Tal cual es como lo asumen algunos textos antiguos, llamados apócrifos (del latín apocryphus y este del griego άπόκρυφος apokryphos, significa falso, supuesto o fingido), que por su contenido exuberante, no son contemplados como Palabra de Dios y por ello no están en nuestra Biblia. Así nos encontramos con el evangelio apócrifo del Psudo-Mateo (compuesto en latín hacia finales del siglo VI) que pretende ofrecer mayor información sobre el  nacimiento de la bienaventurada Virgen María y de la infancia del Salvador. Es en este texto donde nuestros animalitos de la discordia aparecen acompañando el nacimiento de nuestro Redentor: “El tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró en un establo, y depositó al niño en el pesebre, y el buey y el asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: El buey ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor. Y estos mismos animales, que tenían al niño entre ellos, lo adoraban sin cesar. Entonces se cumplió lo que se dijo por boca del profeta Habacuc: Te manifestarás entre dos animales. Y José y María permanecieron en este sitio con el niño durante tres días” (XIV, 1-2). De ahí a la iconografía fue un salto muy pequeño.

            Otro elemento importante a considerar es que la costumbre de representar a través de imágenes el nacimiento de Jesús se lo debemos a San Francisco de Asís. Según se cuenta, en el año 1223 mientras predicaba en la campiña de Rieti, lo atrapó el crudo invierno de la época, refugiándose en la ermita de Greccio, mientras meditaba el relato del Evangelio de San Lucas, tuvo la idea de representar en vivo el misterio del nacimiento de Jesús. Para ello confeccionó una casita, puso en ella un pesebre y trajo una mula y un buey de los aldeanos del lugar e invitó a los vecinos a reproducir la escena del nacimiento. Es gracias a la herencia de los franciscanos que llega a nosotros tal tradición, traída por ellos a nuestro continente probablemente entre el siglo XV y XV.

            Desde entonces, toda representación, a través de imágenes, del nacimiento del niño Jesús, ha tenido como principales personajes aparte de María, José y el niño Dios, a la mula y al buey.

            Es asombroso como ha calado tanto esta escena en nuestra religiosidad, que incluso a la hora de representar artísticamente la noche buena, el imaginario popular se desborda en creatividad. Ya en nuestros tradicionales pesebres no sólo comparten protagonismo los ya mencionados personajes, sino que también entran a escena todo cuanto es representativo de nuestra cultura, idiosincrasia, o costumbres más autóctonas. Por ello en nuestros nacimientos, encontramos además, gallinas, gallos, gatos, perros, entre otros; o incluso imágenes más propias como una señora haciendo hallacas, que demás está decir, no forma parte en ninguna forma del Belén histórico.

Esto nos habla de la intención y del propósito de representar a través de imagen el relato bíblico. Una forma valiosa de contemplar y acercarnos al misterio del amor de Dios que se manifiesta en la Encarnación y en el Nacimiento de nuestro Redentor. Aquella sobriedad de la que antes hacíamos mención de los evangelistas al narrar el nacimiento de Jesús, se aprovecha y se convierte en una oportunidad para dejar volar nuestra imaginación y abrir nuestro corazón, y con ello sentirnos verdaderamente involucrados en la escena.

Utilizando toda esta riqueza de elementos que nos identifican y forma parte de nuestra propia vida, no sólo miramos la escena como meros espectadores, sino que nos sentimos  incluidos en ella; incorporados como parte importante y fundamental de lo que contemplamos. Es así, que en cierta forma,  trascendemos al tiempo y nos transportamos al momento y lugar histórico del nacimiento, donde  el plan de amor de Dios manifestado en el nacimiento de su propio Hijo entre nosotros nos sigue llenando de esperanza, de paz y de luz.

El sentir tan profundamente esto y asumir con todo nuestro ser que todo aquello que aconteció en un momento especifico de nuestra historia, sigue siendo actual y vigente, renueva nuestras fuerzas y le da constancia a nuestros pasos, en la tarea permanente de construir y hacer de nuestro mundo un mundo más humano, más fraterno, más justo, más parecido a ese cielo gozoso y a esa noche de paz que vio nacer al niño Jesús.

El pesebre, más allá de las imágenes que utilizamos para representarlo, nos sigue hablando a la vida, y sigue siendo un llamado y una invitación a configurarnos con Cristo Jesús, que se hizo uno con nosotros, puesto que el gran amor de Dios no se ha quedado en el pasado sino que sigue siendo repartido a manos llenas.

Al contemplar el nacimiento seguimos  sintiendo intensamente el candor de aquella noche y, se siguen iluminando nuestros ojos como niños al mirar las figuras que representan la noche en que Dios fue arropado por los brazos amorosos y maternales de la Virgen María. Puesto que esos brazos amorosos, profesamos, representan a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que exultan de gozo por tan grande y maravilloso misterio.

Yerko Reyes Benavides.