Un día estaba en casa de un amigo, también él sacerdote, pero no católico sino de la Iglesia Anglicana, y conversamos plácidamente. A este punto no recuerdo cuál era el tema de nuestra plática de ocasión. Han pasado ya varios años, más de los que quisiera reconocer y el tiempo no pasa en vano, una de las cosas que se lleva el tiempo es la memoria.
Lo que recuerdo es que mientras estábamos en su despacho entra una persona a informarle que había alguien que necesitaba de sus servicios con urgencia. Así pasa, no importa si se es católico o protestante, el prójimo en necesidad es prioridad en el corazón del que sirve a Dios con su vida. Mi amigo se disculpa y me pide le espere.
En aquel tiempo mi experiencia no era tanta como de la que hoy me puedo valer, pero ya vislumbraba cómo sería todo: se va a demorar. Me quedo tranquilo, pues tenía en que entretener mi atención mientras aguardaba: una inmensa biblioteca abarrotada de libros (mi pasión como ratón de biblioteca que no parezco ser).
Mis ojos se dilataban entre los títulos que leía en los lomos de los libros, cuidadosamente dispuestos por temas en aquellas repisas. No me sorprendía que a pesar de nuestras diferencias compartimos un gusto semejante por temas y autores. Es en ese divagar de mi pensamiento que topo con un libro que acapara toda mi atención: “Los mil nombres de María, Madre de Dios”.
Rápidamente tomo el libro entre mis manos, y comienzo a pasar sus hojas, y lo que encuentro en su contenido, me sorprendió en aquel momento. El libro era un compendio donde se recogían más de mil advocaciones de la Santísima Virgen María. Un deleite fue poder recoger los nombres que a la Dulce Muchacha de Nazaret se le han dado por tantos y en tan diversos lugares, tiempos y épocas.
Llegó mi amigo, pensé para mis adentros: “te hubieses demorado un poco más”. Coloco el libro de nuevo en su lugar. Me fui y lamento nunca más haber vuelto a toparme con aquel libro.
De aquella experiencia puedo decir muchas cosas. Una, que me sigue sorprendiendo gratamente es que María, Madre de Jesús, sigue teniendo un lugar especial en nuestros corazones y, eso, me llena de satisfacción. Otra, que puedo confesar, es que por mi parte hice el intento de recrear el contenido de aquel libro y no conseguí ni la mitad de los nombres; pero si salió de aquello Las Letanías a María* que compuse con los nombres de las Patronas de todos los países de América, de norte a sur.
A razón de todo esto que comento, surge un cuestionamiento, que inquieta a mi intelecto, más no a mi corazón, este no se arredra ante la pregunta que mi mente se hizo en aquel tiempo y quedó ahí latente esperando surgir nuevamente, como lo ha hecho ahora a propósito de la experiencia escribir las Letanías e ir contemplando la imagen que representa a cada Patrona; todas diferentes, todas inundadas de una belleza destacable, todas hechas bajo la mirada del artista que las esculpió o las pintó.
¿Cómo es el “verdadero” rostro de María?
Esa es la pregunta que me hice entonces, es la curiosidad de mi intelecto encontrar dentro de tanta iconografía aquella que represente el rostro de aquella niña que a Dios en su Cielo cautivo su corazón”.
No quiero caer en la diatriba que conlleva el tema de la “belleza”. Los cánones de belleza han ido cambiando (no sé si evolucionando o involucionando) a lo largo del tiempo. Lo que ayer resultaba “hermoso” escasamente hoy llama la atención de los ojos que buscan lo que es “bello” en otras partes. Tampoco me quiero detener en la discusión sin final que ubica la belleza en lugares diferentes: interior o exterior, los sustancial o lo aparente (perceptible).
El coqueteo de mi mente con la idea de conocer el rostro verdadero de la Virgen María no es para juzgarlo dentro de los parámetros de lo bello o no. Es más bien satisfacer el deseo de mirar con propios ojos el rostro que tantas veces fue mirado, contemplado y amado por Jesús.
¿Hay forma de llegar al rostro real de María?
No, no directamente. Como podemos intuir por el desarrollo de este artículo, son tantas las representaciones iconográficas de la Virgen María que su rostro propio nos queda oculto. Nadie en la época en la que vivió la Madre de Jesús tuvo la idea de hacer un retrato o describir con palabras sus rasgos fisiológicos.
Hay una tradición antigua que nos remite a San Lucas -el mismo autor sagrado al que le pertenecen el Evangelio y los Hechos de los Apóstoles-; el mismo que se dice fue un devoto enamorado de María Santísima, y el que más le dedica espacio en los escritos neotestamentarios.
De él se dice, además, que no sólo fue médico y escritor sino también pintor, y él pintaría un cuadro en el que se muestra a María y al niño Jesús.
De este cuadro cuenta la tradición que fue inspirado por la misma Madre de Dios y susurrado al oído del Evangelista por la boca de un ángel. Del resultado se dice que la misma Virgen quedó maravillada. Sin embargo este cuadro no se conserva, sino una representación pictórica que se hiciera en la edad media donde se muestra a San Lucas realizando la obra artística.
No podemos entonces valernos de esta leyenda y tradición para mirar en esta representación lucana el rostro de María Virgen.
Con la tecnología contemporánea llegó a nosotros un mundo de posibilidades y una de ellas fue precisamente recrear el rostro de la niña de los ojos de Dios a través de las facciones que se conservan en la Sábana Santa de Turín (Santo Sudario o también conocido como Síndone).
Según la información que nos proporciona la ciencia moderna, las características genéticas del hijo en su mayoría las hereda de la madre, siendo así qué, las facciones de Jesús serían proporcionalmente las de su madre: María.
Esta recreación trae sus limitaciones y no es capaz de hacer un retrato fidedigno del rostro de María, aunque pudiéramos confiar que se acerca bastante.
Lo hermoso, lo verdaderamente bello, lo que la belleza exalta, no se mira con los ojos sino que se contempla con el corazón; no es la vista la que nos proporciona la información que el alma necesita para quedar extasiada en la belleza, sino el amor.
De momento, esto basta para tranquilizar el deseo de mi intelecto por conocer y saber; ya que amor no le falta al corazón para con los ojos cerrados contemplar enamorado el rostro de la Madre del Señor y también nuestra.
Yerko Reyes Benavides
No hay comentarios.:
Publicar un comentario