“Creo en el hombre, en su unicidad y en su diversidad; en la riqueza natural que expresa cuando viven en comunión y armonía consigo mismo, con sus hermanos con Dios y con el mundo.
Creo en su bondad, nobleza; creo en su honestidad y en su búsqueda sincera de la verdad. Creo en su nobleza y en su solidaridad, en sus gestos de compasión y de ternura.
Creo en la capacidad de crecer y desarrollarse. Creo en el dominio de si mismo en anhelo por un mundo mejor; creo en su evolución, en su desarrollo y su perfectibilidad.
Creo en su dignidad, esa que no tiene nada que ver con la política o la religión, creo en su dignidad, porque es manifestación de mi divinidad; creo en la imagen y semejanza mías que hay inherente a su esencia, porque Yo lo coloqué ahí, es don mio, de mi amor y de mi gracia, no importa si el hombre lo reconozca o no, lo que importante es que se valore a sí mismo en dignidad, para defender los derechos que como hijos de mi corazón tienen en el mundo.
Creo en la grandeza del ser humano que le viene en sus momentos de humildad, experiencia espiritual que lo hace uno en mí y en mi amor.
Creo en la búsqueda sincera y honesta del ser humano de libertad y de paz que muchas veces termina siendo vilipendiada y reprimida por lo “poderosos” de este mundo, que su único poder es el manejo de unos recursos que no le pertenecen y por más que se empeñen nunca serán suyos, porque la eternidad no les pertenece como los hijos de la luz.
Creo en la bondad natural de la persona. Creo que en esa bondad hay afecto sincero y verdadero, aunque sea tosco y rudimentario.
Creo en la capacidad del hombre de trascender; creo en su inteligencia para buscar un mejor porvenir.
Creo el ser humano que es pecador pero siempre llamado a la santidad, puesto que la santidad es su condición natural (si de Dios venimos, de él no sale nada mal hecho, o con “defectos de fábrica”, en la naturaleza del hombre está la impronta de la bondad de Dios, ahí radica la imagen y semejanza); así que también creo en la naturaleza misericordiosa y afectuosa del ser humano.
Creo en sus sueños, en sus anhelos.
Creo en la perfectibilidad con razón de ser de su existencia.
Creo en los gestos de nobleza y honestidad; en sus principios y en sus valores; en sus utopías y en sus sueños.
Creo en el ser humano aunque el ser humano no crea en sí mismo.
Creo en el ser humano, aunque niegue mi existencia, sigo creyendo en él aunque se pelee conmigo, y en por el afán de libertad rompa las ataduras de las religiones que los oprimen que los hacen creen en mí sin religión que los congregue y los identifique
Creo en el ser humano más allá de sus ritos y de sus ceremonias que en nada añaden un milímetro de divinidad a mi esencia, pero que a ellos les hace pensar en mí, y aunque tímidamente, inconstantemente, difusamente amarme.
Creo en el amor del ser humano, aunque este amor se quede en las formas; creo en su amor en realización y en ejecución, más que en el amor de sus dogmas y doctrinas. Amo al que me ama aunque amándome se equivoque; creo en ese amor, más que en el amor de cartillas y nomas.
Ese amor es vivencia, ese amor es búsqueda, ese amor es ensayo y error, ese amor es aprendizaje y algún día se convertirá en amor que trasciende la misma naturaleza que lo limita, para que ese amor se convierta en divino.
Creo en el amor del ser humano, porque es la impronta de mi amor en él y más cuando ese amor se pone en búsqueda, como el siervo sediento que busca las aguas frescas y cristalinas de los manantiales puros que brotan del torrente de amor divino.
Y finalmente creo en la trascendencia del ser humano, trascendencia que lo lleva lejos de las prerrogativas y limitante mundanidad y sin salir del mundo toca las puertas del paraíso, acaricia el rostro de Dios y vuelve al mudo para hacer su Voluntad”.
Yerko Reyes Benavides
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