Bastante conocido es esta
declamación espiritual y mística de San Agustín expuesta en el libro de sus
Confesiones. El filósofo, el teólogo, el
apologeta, el acérrimo defensor de la doctrina de la iglesia frente a las herejías
del momento, el obispo, el doctor sagrado y todos los demás títulos con los que
conocemos a este santo que siendo añejo sigue teniendo tanta vigencia y marca
la pauta en la forma de concebir los diversos misterios de la divinidad; queda opacado
ante el soñador que se abre paso entre
todos estos ropajes para, poder así, desnudar su alma ante el Señor y dejarnos
el testamento espiritual del hombre
amante, amado y amoroso que se reinventa y redescubre en la vivencia de Dios,
más íntima que su misma intimidad.
La vigencia del pensamiento de San Agustín es aprovechada por los teólogos, los dogmáticos, los liturgos, los apologetas, el magisterio de la iglesia para anclar la sana doctrina del cristianismo a través del tiempo. Sin embargo, más allá del doctor de los misterios divinos, está el hombre de fe, el hombre del corazón inquieto, el ideal del cristiano, siempre en búsqueda, siempre sediento de la verdad; y para mí el arquetipo del soñador.
Hace poco leía la siguiente
frase que describe la tendencia a la extinción de los soñadores sustituidos por
los pragmáticos: "son tiempos
difíciles para los soñadores". Decir que
son tiempos difíciles para los soñadores
es situar estos sueños en un momento complejo que sanciona los intentos de
cumplirlos y la capacidad misma de soñar. Es decretar la inutilidad de los
soñadores, que se abstraen de la realidad para perderse en un mundo de
fantasías irrealizables e irreales.
Este tiempo está marcado por el “realismo” que es incapaz de ofrecerle a la humanidad un futuro y que los amarra a una objetividad que lastima la esperanza y evita la más rica de todas las virtudes humanas la de reinventarse y recrearse.
Este tiempo está marcado por el “realismo” que es incapaz de ofrecerle a la humanidad un futuro y que los amarra a una objetividad que lastima la esperanza y evita la más rica de todas las virtudes humanas la de reinventarse y recrearse.
San Agustín, con el cual personalmente me identifico plenamente en humanidad y me confronto en aspectos doctrinales, es ese soñador que seguimos necesitando ser cada uno de nosotros, para que la humanidad avance, se expanda espiritualmente, se recree, y se trascienda a sí misma.
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