Hay una pregunta en especial, entre
muchas otras, que han transitado mi mente por muchos años. Estas vienen y van
como golondrinas en vuelo movidos por las estaciones, que en el invierno
desaparecen como si no hubiesen existido, y en la primavera alborozan los
campos con sus trinos y cantos.
La presencia de estos
cuestionamientos no altera el orden de la lógica, ni tampoco hacen tambalear
los pilares que sustentan la fe. Sin embargo, cuando apararen conmocionan el intelecto
puesto que las respuestas hasta ahora dadas no han satisfecho el trasfondo espiritual
que sustenta a las preguntas. Por esta razón se convierten en visitantes
recurrentes del pensamiento, en huéspedes transitorios del alma que la
convulsionan por momentos para luego desaparecer y esperar una nueva ocasión de
hacer resonar el eco del misterio de Dios que anhela ser develado.
¿Qué puede ocasionar
tanta conmoción en el alma? ¿Qué misterio puede trastocar el sentido mismo de
la vida creyente que haga girar 180 grados la visión de fe que tenemos y la
práctica religiosa que realizamos? Esto es indiscutiblemente: El sufrimiento. La pregunta que cuestiona el origen, el sentido, el propósito, la finalidad y utilidad del
sufrimiento, si es que tiene alguno.
Este tema por su puesto
ha sido abordado desde diferentes perspectivas, estudiado por distintas
doctrinas, valorado desde las múltiples ciencias humanas, iniciándose en la filosofía,
pasando por la antropología, sociología, medicina, biología, química, física,
psicología y, hasta por la teología. Y con todo el bagaje de conocimientos
adquiridos por todas ellas y el tiempo invertido, se ha terminando sabiendo nada del sufrimiento, puesto que la respuesta
no está en las inteligencia del hombre, sino en las Sabiduría de Dios.
La respuesta a este
misterio entonces, no se ha de buscar exclusivamente a través de las ciencias
mensurables sino a través de la expansión interior, del enriquecimiento
espiritual, de la trascendencia del alma que toca por momentos los pensamientos
de Dios y los convierte en Revelaciones, algunas tan desconcertantes que han sido
objeto de execraciones, censuras y vetos (San Juan de la Cruz es un ejemplo
contundente de esto).
Queremos que Dios nos “muestre
el camino” que nos conduce hacia Él, pero cuando Éste lo “revela” tenemos tanto
miedo que preferimos condonar el mensaje y destruir al mensajero para que no
llegue a conocerse la develación que hace Dios de su esencialidad que estremece los cimientos de la naturaleza humana en su relación y vínculo con Él.
Aunque parezca contradictorio, pedimos para no ser escuchados, suplicamos para que no se nos conceda, y ahí, en el supuesto “silencio de Dios”, poder asumir el papel de víctimas del destino, lo que es sólo una fachada montada para justificar el querer anhelante de hacer las cosas a nuestra conveniencia, gusto y gana. Es una especie de obediencia sin obedecer. Transitamos así con frecuencia las praderas de la tranquilidad de conciencia, pero cada vez más insoportable se hace el vacío existencial y espiritual.
Aunque parezca contradictorio, pedimos para no ser escuchados, suplicamos para que no se nos conceda, y ahí, en el supuesto “silencio de Dios”, poder asumir el papel de víctimas del destino, lo que es sólo una fachada montada para justificar el querer anhelante de hacer las cosas a nuestra conveniencia, gusto y gana. Es una especie de obediencia sin obedecer. Transitamos así con frecuencia las praderas de la tranquilidad de conciencia, pero cada vez más insoportable se hace el vacío existencial y espiritual.
No nos gusta sufrir. ¿A
quién en su sano juicio si? Sin embargo, la fe que profesamos está prácticamente
sustentada al pie de la Cruz, se bebe la sangre del crucificado; la columna de la pasión sostienen nuestra vida religiosa y, la vivencia cultual se trasforma en una interminable cuaresma ritual.
Nos acostumbramos tanto
a la cuaresma pues ahí encontramos consuelo a nuestros sufrimientos cotidianos. Nuestro pensamiento frecuente está marcado por la absurda solidaridad en la que justificamos nuestra apatía espiritual: Si Dios no evitó el sufrimiento de su propio hijo, ¿qué queda para nosotros? decimos.
Todos, absolutamente todos, al menos los adultos, tenemos un rincón oscuro en el alma donde coleccionamos los sufrimientos propios o de los que de alguna manera nos afectan de manera directa. Esta es la tragedia de nuestra humanidad.
Todos, absolutamente todos, al menos los adultos, tenemos un rincón oscuro en el alma donde coleccionamos los sufrimientos propios o de los que de alguna manera nos afectan de manera directa. Esta es la tragedia de nuestra humanidad.
“Es la Cruz del Señor”
que toco llevar, la que se ha aferrado y
arraigado a la vida con tanta fuerza que sin ella no se logra un sentir en
conformidad. Esa cruz se ha acariciado
tantas veces que ya forma parte del ser como la costra a la herida. Y no la soltamos, no porque seamos masoquistas, sino porque ya nos resulta tan fácil de llevar y más fácil de cargar. Detrás de la Cruz nos escondemos, nos auto-justificamos y evadimos los grandes desafíos de la gracia y resurrección de Cristo y los cambios trascendentales que de ello dependen.
La golondrina que
ocasionalmente me visita trinando por una respuesta a la pregunta confusa y que conmociona a la fe: ¿Dios determinó en la eternidad el cruento sacrificio del Verbo, en la
humanidad desgarrada de Jesús en la Cruz?
No te desboques ni
aceleres, la respuesta no es tan simple, en años de meditación no he encontrado
la respuesta definitiva, solo breves chispazos de la gracia de Dios que
alientan en lo más profundo de mi corazón a creer que aun en la omnipotencia y
omnisciencia de Dios, esto estaba velado a su conocimiento. Que el sufrimiento
no fue una decisión del Padre para su Hijo, sino una determinación y una aceptación valiente de Jesús en la que
veía un bien aún mayor.
No se sufre porque sí,
ni para sí. El sufrimiento si no es redentor, trasformador, reivindicador, salvífico,
es entonces la cosa más inútil que el hombre ha de experimentar; es la tragedia más dolorosa de su insignificante existencia.
Una vez más sale al
encuentro de nuestra meditación la Mística Judía Etty, ella coloca una pieza en
este rompecabezas que no es cristiano nada más, como si al cristiano fuera el
único que lo tocase el sufrimiento como experiencia de vida y “prueba de Dios”.
Entre paréntesis, ¿Qué
es lo que quiere probar Dios cuando nos hace atravesar irreverentemente por los
más crueles y cruentos sufrimientos? Si respondemos a esta pregunta tratando de
justificar a Dios, o justificarnos a nosotros mismos, no creemos en el mismo Dios de Jesucristo.
Etty nos deja esta
pequeña pero potente joya espiritual que viene a refrescar el cantar de la
golondrina que satisfecha vuela alto para, ocasionalmente, volver en otra estación del alma:
“Ayer
me vino este pensamiento: existe una gran diferencia entre buscar el sufrimiento
y aceptar el sufrimiento... No debemos buscar "sufrir" pero cuando se
nos impone, no debemos huir”.
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