martes, 7 de noviembre de 2017

¿Sufrir o no sufrir?

Hay una pregunta en especial, entre muchas otras, que han transitado mi mente por muchos años. Estas vienen y van como golondrinas en vuelo movidos por las estaciones, que en el invierno desaparecen como si no hubiesen existido, y en la primavera alborozan los campos con sus trinos y cantos.

La presencia de estos cuestionamientos no altera el orden de la lógica, ni tampoco hacen tambalear los pilares que sustentan la fe. Sin embargo, cuando apararen conmocionan el intelecto puesto que las respuestas hasta ahora dadas no han satisfecho el trasfondo espiritual que sustenta a las preguntas. Por esta razón se convierten en visitantes recurrentes del pensamiento, en huéspedes transitorios del alma que la convulsionan por momentos para luego desaparecer y esperar una nueva ocasión de hacer resonar el eco del misterio de Dios que anhela ser develado.

¿Qué puede ocasionar tanta conmoción en el alma? ¿Qué misterio puede trastocar el sentido mismo de la vida creyente que haga girar 180 grados la visión de fe que tenemos y la práctica religiosa que realizamos? Esto es indiscutiblemente: El sufrimiento. La pregunta que cuestiona el origen, el sentido, el propósito, la finalidad y utilidad del sufrimiento, si es que tiene alguno.

Este tema por su puesto ha sido abordado desde diferentes perspectivas, estudiado por distintas doctrinas, valorado desde las múltiples ciencias humanas, iniciándose en la filosofía, pasando por la antropología, sociología, medicina, biología, química, física, psicología y, hasta por la teología. Y con todo el bagaje de conocimientos adquiridos por todas ellas y el tiempo invertido, se ha terminando sabiendo nada del sufrimiento, puesto que la respuesta no está en las inteligencia del hombre, sino en las Sabiduría de Dios.

La respuesta a este misterio entonces, no se ha de buscar exclusivamente a través de las ciencias mensurables sino a través de la expansión interior, del enriquecimiento espiritual, de la trascendencia del alma que toca por momentos los pensamientos de Dios y los convierte en Revelaciones, algunas tan desconcertantes que han sido objeto de execraciones, censuras y vetos (San Juan de la Cruz es un ejemplo contundente de esto).

Queremos que Dios nos “muestre el camino” que nos conduce hacia Él, pero cuando Éste lo “revela” tenemos tanto miedo que preferimos condonar el mensaje y destruir al mensajero para que no llegue a conocerse la develación que hace Dios de su esencialidad que estremece los cimientos de la naturaleza humana en su relación y vínculo con Él.

Aunque parezca contradictorio, pedimos para no ser escuchados, suplicamos para que no se nos conceda, y ahí, en el supuesto “silencio de Dios”, poder asumir el papel de víctimas del destino, lo que es sólo una fachada montada para justificar el querer anhelante de hacer las cosas a nuestra conveniencia, gusto y gana. Es una especie de obediencia sin obedecer. Transitamos así con frecuencia las praderas de la tranquilidad de conciencia, pero cada vez más insoportable se hace el vacío existencial y espiritual. 

No nos gusta sufrir. ¿A quién en su sano juicio si? Sin embargo, la fe que profesamos está prácticamente sustentada al pie de la Cruz, se bebe la sangre del crucificado; la columna de la pasión sostienen nuestra vida religiosa y, la vivencia cultual se trasforma en una interminable cuaresma ritual.

Nos acostumbramos tanto a la cuaresma pues ahí encontramos consuelo a nuestros sufrimientos cotidianos. Nuestro pensamiento frecuente está marcado por la absurda solidaridad en la que justificamos nuestra apatía espiritual: Si Dios no evitó el sufrimiento de su propio hijo, ¿qué queda para nosotros? decimos. 

Todos, absolutamente todos, al menos los adultos, tenemos un rincón oscuro en el alma donde coleccionamos los sufrimientos propios o de los que de alguna manera nos afectan de manera directa. Esta es la tragedia de nuestra humanidad.

“Es la Cruz del Señor” que toco llevar,  la que se ha aferrado y arraigado a la vida con tanta fuerza que sin ella no se logra un sentir en conformidad. Esa cruz se ha  acariciado tantas veces que ya forma parte del ser como la costra a la herida. Y no la soltamos, no porque seamos masoquistas, sino porque ya nos resulta tan fácil de llevar y más fácil de cargar. Detrás de la Cruz nos escondemos, nos auto-justificamos y evadimos los grandes desafíos de la gracia y resurrección de Cristo y los cambios trascendentales que de ello dependen.

La golondrina que ocasionalmente me visita trinando por una respuesta a la pregunta confusa y que conmociona a la fe: ¿Dios determinó en la eternidad el cruento sacrificio del Verbo, en la humanidad desgarrada de Jesús en la Cruz?

No te desboques ni aceleres, la respuesta no es tan simple, en años de meditación no he encontrado la respuesta definitiva, solo breves chispazos de la gracia de Dios que alientan en lo más profundo de mi corazón a creer que aun en la omnipotencia y omnisciencia de Dios, esto estaba velado a su conocimiento. Que el sufrimiento no fue una decisión del Padre para su Hijo, sino una determinación y una aceptación valiente de Jesús en la que veía un bien aún mayor.

No se sufre porque sí, ni para sí. El sufrimiento si no es redentor, trasformador, reivindicador, salvífico, es entonces la cosa más inútil que el hombre ha de experimentar; es la tragedia  más dolorosa de su insignificante existencia. 

Una vez más sale al encuentro de nuestra meditación la Mística Judía Etty, ella coloca una pieza en este rompecabezas que no es cristiano nada más, como si al cristiano fuera el único que lo tocase el sufrimiento como experiencia de vida y “prueba de Dios”.

Entre paréntesis, ¿Qué es lo que quiere probar Dios cuando nos hace atravesar irreverentemente por los más crueles y cruentos sufrimientos? Si respondemos a esta pregunta tratando de justificar a Dios, o justificarnos a nosotros mismos, no creemos en el mismo Dios de Jesucristo.

Etty nos deja esta pequeña pero potente joya espiritual que viene a refrescar el cantar de la golondrina que satisfecha vuela alto para, ocasionalmente, volver en otra estación del alma:

“Ayer me vino este pensamiento: existe una gran diferencia entre buscar el sufrimiento y aceptar el sufrimiento... No debemos buscar "sufrir" pero cuando se nos impone, no debemos huir”.

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