lunes, 30 de octubre de 2017

Perdón, lo siento, soy postmoderno.

Perdón, lo siento, soy post-moderno.



Y no es porque comulgue irrestrictamente con los fundamentos teóricos, o la ausencia teórica de fundamentos que caracteriza al postmodernismo, sino porque soy de la generación postmoderna. Nací en la década que dio a luz al postmodernismo, me he venido moldeando con él y amalgamando con él. El espíritu rebelde y contestatario que estuvo en el trasfondo de este movimiento cuya génesis se dio fundamentalmente en el ambiente estético de las artes y que luego se expandió a lo social y cultural y, que no dejó sin afectar los absolutos todo poderosos de la razón y la fe le han dado a mi intelecto (cuando hablo de intelecto me refiero a pensamiento y emoción interactuando inseparablemente)  el contexto de su desarrollo.

Los valores y principios del modernismo, que intentaron cumplir la profecía de la ilustración rápidamente se derrumbaron como castillos de naipes. La omnipotente lógica no pudo destronar por completo a la intuición, la razón a la emoción. El modelo científico con su incuestionable método científico se convirtió en una paradoja ante el subjetivismo en donde la imposibilidad de la objetividad quedó en evidencia ante la realidad de su imposibilidad paradigmática, lo que la redujo claustrofóbicamente a los pasillos de las universidades y academias, pero que se rindió ante la indiferencia  pragmática de un hombre al que no le interesó más la existencia de verdades absolutas y se abrió paso a lo inmediato, a lo inmanente y lo relativo.

Cómo le duelen a los históricos totalitarios que aún persisten estas dos piedras en el zapato: la indolencia y el indiferentismo que predomina entre los millennials y que se arraiga fuertemente en la generación siguiente: la generación “Z”. Estas dos generaciones que no conciben el mundo sin tecnología, sin la velocidad de las conexiones, sin los datos y metadatos, sin los gigabyte y terabytes para acumular bibliotecas enteras de información inútil.

Mi generación, la generación “X” y no precisamente de los “X men”, le queda un sombra del modernismo en su ADN intelectual, nos tocó el coletazo final de los absolutos, incluyendo los valores. Todavía a los cuarentones como yo, nos pega el orden caótico de la realidad en la que vivimos, y eso que yo me encuentro ubicado geográficamente en una nación que retrocedió 60 años en 20. Que impuso por la fuerza la mediocridad de las ideologías y las utopías no moribundas sino difuntas y enterradas desde los años 90 para acá.

Soy posmoderno, aunque no comulgue con el egocentrismo desmedido que generó la relativización de todo. Soy una especie de hibrido entre la modernidad que cree que hay absolutos que siguen siendo absolutos a pesar de la apatía y la indiferencia del posmodernismo que vende y se lucra cual amo feudal de otrora, porque el posmodernismo también se insertó en el mercado, convirtiéndose en un negocio rentable de venta de chatarras. Chatarra psudo-intelectual, pseudo-filosóficas –aunque a comienzos del siglo XXI declarase el fallecimiento oficial de la filosofía- de chatarra psudo-psicológicas abarcando los amplios espectros de las estrategias motivacionales y de autoayuda (ante la proliferación desmedida de gentes deprimidas e insatisfechas) y, más recientemente de la chatarra pseudo-espiritual que vende un espiritualismo sin Dios, una divinidad sin personalidad y por ende sin exigencias.

¿Dónde termina en mí la modernidad y comienza la postmodernidad? No lo sé. Lo que sí sé es que la postmodernidad no es una enfermedad que se cura con la vacuna de traer el pasado y sus sólidos principios de vuelta. Un día me entusiasme cuando en un seminario de teología se hablaba de la urgente y necesaria vuelta a los orígenes y se proclamaba que el camino de los discípulos de Cristo pasaba por el resurgimiento de un Nuevo Pentecostés y el rendimiento del corazón al Espíritu que movió a los cristianos del primer siglo de nuestra era. Me levante entusiasmado y aplaudí con fuerzas, era lo que estaba esperando. La desilusión llegó cuando entendí que ese volver al pasado, ese espíritu de renovación no iba a pasar más allá del Siglo XVI. Que la iglesia ante los embates de la postmodernidad se iba a refugiar en los puertos seguros del enclaustramiento y que la propaganda actual es meter en el arca a cuanta oveja incauta quede para luego cerrar las puertas y tirar la llave.

Me pregunto ¿Por qué no atinamos a dar con la fórmula correcta que estremezca al hombre de hoy con el Evangelio de Cristo, siempre “nuevo”, siempre “vivo” y “vital”?

Creo, y será la idea con la que concluya esta reflexión, que no nos hemos bañado suficiente en las aguas de la postmodernidad para entender al ser humano que la vive, la siente, y la trasmite. 

Desde el inicio, cuando nos dimos cuenta del empuje y auge que estaba cobrando este movimiento -altamente peligroso para el cristianismo en todos sus frentes, dimensiones y formas- fue reaccionar ante ella, como el que da un salto hacia atrás ante la presencia de un culebra venenosa. Era la década de los 90, todavía recuerdo una semana de actualización filosófica en la que participé, fue toda dedicada a atacar a la postmodernidad, satanizarla, exorcizarla y hacerle la cruz.

Lo más sensato hoy a casi 50 años de postmodernidad es que aprendamos a fluir con ella, para develar sus misterios y aprovechar sus debilidades. Y por cierto, el concepto fluir no es postmoderno, es más antiguo pertenece a Heráclito de Éfeso, filósofo anterior a los endiosados  Platón y Aristóteles a quienes debemos el fracaso del modernismo.

Perdón, soy postmoderno… aunque no comulgue con muchos de sus principios, características y criterios.

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