martes, 21 de abril de 2020

Meditación Fugaz: Tiempo Nuevo

De cómo interpretar los acontecimientos en curso. 

Un día cansado de la rutina, de hacer una y otra vez siempre lo mismo; de repetir como si fuera un calco un día con el otro; fatigado de ver cómo los días se consumían en un quehacer sin sazón y en una labor sin emoción, sintiéndome cada vez más un autómata de una destreza adquirida que hacía tiempo dejo de ser novedad, elevé mis ojos a lo alto, como el que busca a encontrar a Dios entremedio de las nubes, y pedí al Omnipotente, aun sin haberlo visto, lo que quizá muchos han pedido: una intervención extraordinaria de su parte que hiciera cambiar el curso de las cosas tal como se estaban dando. 

No creo ser el primero, ni único, ni último en pedirle a Dios algo semejante. La motivación varía entre unos y otros. Las razones cambian, pero en el fondo, todas implican lo mismo: el deseo de vivir un tiempo nuevo. 

Ahora que lo pienso, me hubiera gustado que mi motivo fuera un tanto más altruista, más movido por la justicia social, o como un gesto de solidaridad universal; pero las cosas son lo que son, y la oración que es auténtica, aborda la problemática interior de la persona que la presenta. 

No supe lo que en aquel momento estaba haciendo, ni si quiera me interesó esperar una respuesta; aquello aunque era importante no tenía los rasgos de algo vital, más bien fue el resultado de una rabieta de ocasión; por tanto seguí sumergido en vivir cada día, rasguñando en cada esquina un pretexto para seguir haciendo lo que me correspondía, pues, me movía más el sentido del deber que el gusto por la forma de vida que estaba teniendo. 

De vez en cuando una escapada, hacia el lugar de los placeres, nada extravagante ni si quiera desafiante del orden y la moral, sólo un rato de distracción para unos pensamientos compulsivos que sin poder acallarlos estaban ahí para recordarme constantemente que mis días seguían siendo iguales. 

Hoy, haciendo memoria, no recuerdo cuándo fue que lo pedí, no creo haya sido una súplica sostenida en el tiempo, pues fue hace tanto como para no recordar el día y la hora, sólo que un día fue hecha esta oración como otras muchas que se desbocan cuando al corazón lo agobia alguna pena o desazón. 

Vuelvo atrás, como el que hace un repaso de las hojas de un libro leído buscando aquella expresión que, al momento de ser leída, detuvo el aliento y liberó un suspiro retenido. En ese repaso, recuerdo lo airado que estaba, y la duda me invade: ¿Qué fue lo que pedí? Sé que levante mi puño al cielo, incluso se que desafié su poder y autoridad exigiendo una demostración: “Señor detén el tiempo, haz que todo cambie, que las cosas sean diferentes…” Incluso intente sobornarlo, y caía en la zalamería de incluir en la oración aquello imagino le agrada que sea tenido en cuenta, ayudar al necesitado… todo con la intención de ser complacido. 

Un pensamiento martilla mi mente, una duda asalta mi corazón, una inquietud me invade: ¿seré responsable de lo que está pasando? 

No, no soy tan influyente ni la tierra ni en el cielo, como para de esta manera ser complacido; ni Dios tan incongruente como para de buenas a primeras hacerme caso. Razón tiene el Apóstol Santiago al hacernos ver que nuestra manera de pedir es insostenible (Cf St 4,3-17). 

Al contrario, soy como tantos que se cansan de ver que la vida se va y no pasa nada más allá de la responsabilidad y del deber; que responden a los compromisos adquiridos y esperan al descanso de los domingos para olvidar el resto de los días de la semana y sus afanes. 

Ni en mis sueños más extravagantes, que lo confieso los he tenido, me hubiese podido idear una situación tan improbable como está. Es que lo pienso, al hacer memoria y no doy crédito. Y cierro los ojos, suspiro, y doy gracias porque estoy en condición de pensar aun en medio de esta circunstancia que a mi no ha llegado de forma trágica. 

Quería que las cosas cambiaran, creo que ese sentir lo comparto con muchos, pero no pedí que fuera esto lo que nos pasara para que cambiaran algunas cosas; pero está pasando, y estoy completamente convencido que no es una fuerza sobrenatural lo que está moviendo el suceder de estas cosas. 

No, en esto que nos está pasando no tienen sus manos metidas ni Dios ni el diablo, pero ambos andan muy azorados en estos días, pues el desazón, el desconsuelo y la desesperanza rondan al asecho del incauto, del desinformado, del que ha visto de frente el rostro a la pérdida y del aprovechador de ocasión que hace de esto un negocio (igual da si es en nombre de la fe o del bolsillo). 

Me detengo y pienso, ahora tengo tiempo de más para hacerlo, evalúo y valoro todo y me digo: ¿Puedo quejarme? No, no puedo ser tan incoherente. Quería un contexto que procurarse cambios contundentes y eso es justo lo que está aconteciendo. ¿Acaso puedo mirar al cielo y seguir exigiendo que los días sean diferentes? No, no puedo ser tan infantil para seguir haciendo rabietas, o mantenerme en la queja porque los acontecimientos no se están dando según mi gusto y mi antojo. 

Yo no pedí esto, y estoy seguro que Dios no es el causante de lo que nos aqueja, pero si de algo estoy seguro es que hay cosas que han dado un vuelco vertiginoso (para muchos muy doloroso, no lo niego) que este tiempo nos está trayendo un cambio y nos están también haciendo cambiar; no logro acertar a pensar si será permanente o solamente hasta donde la memoria nos alcance. La mente esconde rápido los recuerdos ingratos y puestos debajo del tapete de la inconsciencia, volvemos a la vida que llevémonos como si nada nos hubiese pasado.


Ahora pienso en lo vivido en estos días, y aunque me han sumergido en un resguardo no deseado, pienso en las veces que soñé una Cuaresma de verdadera conversión, donde el sacrificio ofrecido fuera más que el propósito de dejar algún vicio o contenerse de comer algún dulce. El sacrificio ha sido real aunque no sea del todo consciente de ello, pero al hacerlo presente me ofrece una oportunidad que he de evaluar y valorar si en mí, ha dejado la huella de su paso. 

En algún momento deseé una Semana Santa diferente, y llegué a pensar en lo descabellado, cómo serían estos días si no fuera creyente; sin embargo, rápido fue desechado ese pensamiento, pues está en mi corazón escrito el símbolo de la fe. Y ahora puedo decir como Simeón, pues ha sucedido lo impensable y lo he visto, una Semana Santa que no volverá a repetirse, un hito en la historia de la cristiandad, no sé si estos días fueron menos santos que los años anteriores por estar cerradas las iglesias y guardados los santos, pero sí puedo decir que fueron los días en los que hice de mi casa un templo, que espero no destruir. 

Ahora, cuando escribo estas líneas, siento la Pascua fluir en mi espíritu, con la fuerza que me da el resucitado, porque lo que en él contemplo, lo veo en mi realizado. 

Cuántas fueron las veces que escuché aquello del “gozo de la Pascua”, más veía como todo en mí seguía su curso, ni menos triste, ni más feliz, sino igual, ningún cambio aportaba la pascua al devenir de mi existir, solo el hecho de sumarse a las ya antes pasadas. 

Mas esta Pascua ha llegado como un gran desafío, y no como un regalo; dentro de este contexto y bajo esta situación está siendo un llamado de lo alto, a vivir en alegría y desde la alegría del resucitado que infunde vida en abundancia, más allá de la adversidad y la dificultad. Una ocasión en plena zona de fuego a probar la fortaleza espiritual que han dejado tantas pascuas ya vividas a la que se suma esta de forma muy especial. 

No vale excusa alguna, hay que dejar caer la corona de espina y dejara a un lado la cruz y sumergirse de lleno en la Pascua del Señor. Es ahora, donde más se necesita que los cristianos nos hagamos presentes infundiendo este sentir pascual del corazón. 

Parafraseando al Apóstol Pablo: donde abunda la pena, el desconsuelo y la desesperanza, sobreabunda la gracia, del Señor (Cf. Rm 5,20). Ahora es cuando, en donde tantos están vapuleados por las dudas y el temor, urge llevar la paz del Señor; en donde no son pocos los que ven un porvenir sin ilusión, desesperanzados y sin dirección, ser luz y esperanza y; más que nunca es el tiempo en el que la solidaridad, la caridad y el amor han de resplandecer en el horizonte en el que fijan sus ojos tantos en medio de su necesidad buscando alimento, vestido, medicinas y sustento. 

Perdón debo pedir, no por haber pedido que todo fuera distinto, sino por no ver en lo que pasa ahora un castigo divino (que tantos deseas para darle aprobación a sus pretensiones por más justificadas que estén), o no dar crédito a la no menos elegante idea del poder desatado de un diablo que juega a su antojo con nosotros; ni si quiera ver en estos sucesos las señales del final de los tiempos anunciado: perdónenme, no lo veo así. 

Al punto que llego después de que mis pensamientos han divagado cual gaviotas errantes es a comprender que en mi descontento, de un día cualquiera pedí algo que no esperé se diera pero que hoy está pasando, y lo estoy viviendo, voy siendo protagonista y está dejando importantes cambios en todas partes, pero la más importante transformación sigue aguardando dentro de mí, en donde he de enfocarme.

Lo que veo y en grande, es la gran oportunidad de dar el salto definitivo, antes de ser llamado, a vivir ahora la Vida Plena que Dios dispuso para mí; esa que se vive en alegría viva y que su presencia no depende de ninguna circunstancia ajena o foránea para existir y que sobrevive a los tiempos de adversidad, desgracia, tragedia e incluso desolación y pena.

Yerko Reyes Benavides

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