domingo, 23 de agosto de 2020

¿Quién dices que soy yo?

Meditando estaba el texto del Evangelio, y de repente me surge una inquietud: ¿cuántas veces he leído la Biblia completamente, desde el “En el principio” (Gn 1,1) hasta el “Amén” del final (Ap 22,21) sin saltarme ni uno solo de sus versículos, capítulos y libros? 

A mi memoria llega el recuerdo de al menos un intento, hace mucho tiempo ya, en la época de la universidad. Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, pasaron sin esfuerzo delante de mis ojos. Josué, Jueces, Rut, Samuel 1 y 2 junto con 1 y 2 de Reyes, fueron un paseo de delicias bíblicas; pero, al llegar a 1 de Crónicas… las Crónicas se me volvieron una piedra dura de romper… y si mal no recuerdo, hasta ahí llegó ese primer intento. 

No todo quedó saldado, luego vinieron algunos otros intentos, quizá no tan sistemático como quiso ser el primero, pero de salto en salto, aparecieron los libros proféticos y sapienciales: Job y el Cantar de los Cantares, joyas de la literatura bíblica, Isaías y Jeremías quienes, en lo personal, estremecen siempre  para que me levante y siga, el sillón donde pretendo permanecer en devoto confort. 

Entretenido en esos pensamientos, apareció una segunda inquietud: ¿Qué hay de los Evangelios? De eso, doy fe que a los cuatro los he leído “de pe a pa”. Cómo no iba a leer los únicos libros que me hablan de aquel que llamó mi atención y del que quise conocer antes que a la religión misma: Jesús de Nazareth. 
Si soy creyente, es por Jesús; si soy cristiano, es por Cristo… y si soy católico es por decisión y convicción. 
A la fe llegué atraído por la presencia y la persona de Jesús, y mucho antes de entender que aquello que leía era Palabra de Dios, para mí, era el lugar que me permitía conocer de primera mano a aquel quien me había cautivado. Así que, sí, los cuatro Evangelios, no una sino muchas veces, puesto que a pesar de haber leído reiteradas veces a Marcos, Mateo, Lucas y Juan, todavía siento con la misma intensidad la necesidad de conocer por medio del testimonio de ellos -que históricamente estuvieron cerca- a Jesús, pues todavía hay mucho que descubrir allí, por ellos, de Él. 


Jesús un día, caminado en la compañía de sus amigos, los discípulos, les preguntó: ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre? 

Las respuestas ofrecidas por ellos, estuvieron dentro del estándar de los que no tienen idea de quien se trata Jesús: Juan el Bautista, un Profeta como de los de antaño, Elías que ha vuelto… y algunos (creo, pero el autor del Evangelio no lo puso por puro respeto) quizá la mayoría dirían: perdón, ¿de quién qué cosa? 

Aquel cuestionamiento era, tan sólo el aperitivo, al plato fuerte: 
¿Y ustedes quién dicen que soy yo? 
Y antes que nuestra memoria nos lleve automáticamente a la respuesta dada por Pedro, detengamos el impulso y pensemos antes: 

¿Cabe hoy día, seguir preguntándose sobre quien dice la gente que es Jesús? y más importante aún: ¿tiene sentido volver una vez más a responder a la pregunta “y tú quién dices que soy yo, más cuando ya hemos respondido en tantas otras ocasiones? 

Por otra parte, y sin olvidar esto que es de suma importancia: ¿no se necesita conocer primero a alguien para poder responder sin equivoco a esa pregunta? 

Indudablemente, así es. 

Durante mucho tiempo he intentado responder por mí mismo a esa pregunta. Y lo he hecho de variadas maneras, teniendo en cuentas diversos criterios, posturas, nociones, contextos, argumentos, elementos y también dimensiones, incluso en la variedad de los propios sentimientos y estados de ánimo. Sin embargo, no importa cuántas veces haya respondido personalmente a esta pregunta que hace el mismo Jesús sobre si; siempre surge la necesidad de ir a la fuente por más. 

Más argumentos, más experiencias, más nociones, más conocimiento, más investigación, más reflexión, más meditación, más contacto, más oración… y agrego un elemento que estuvo ausente durante mucho tiempo: más fe. 

Y ahora desde la fe, vuelves al Evangelio a buscar a Jesús, hombre y Dios. 

¿Te animas? 

Ten en cuenta que la respuesta de Pedro, no fue dada desde su intelecto, experiencia o conocimiento. Tampoco fue dada desde su emoción o sentimientos hacia Jesús. Y aunque mente y corazón estuvieran en sintonía, fue desde su fe que él responde y no le tiembla la voz al hacerlo. 

Esta respuesta, inspirada, movida y sustentada en por su fe, la convierte en única, intima, espiritual y suya; exclusiva. De ahí la necesidad de volver a la Palabra, siempre y en todo momento pues, es alimento y sustento de nuestra fe, sin la cual no hay respuesta posible que nos ponga delante de Jesús, y él mirándonos con amor a los ojos nos defina. 

¿Quién dices que soy yo? 

Yerko Reyes Benavides

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