Los acontecimientos en la vida de Jesús marchan a toda prisa, sobre todo en la narrativa evangélica que va hilando fino con puntada gruesa. En una misma jornada se suceden situaciones que maravillan y a la vez perturban, asombran y aterran, sobrecogen y también exaltan los sentidos y los ánimos.
En la tarde de un día Jesús recibe la noticia de la muerte de Juan, su primo, al que todos llaman el Bautista. Sin embargo, aquella misma tarde la gente busca a Jesús con desespero, y es tanto el movimiento, que la tristeza y la conmoción de la noticia antes dada, queda opacada por otro y genuino sentimiento: la compasión.
Sin duelo ni reposo, contemplamos a Jesús atendiendo, asistiendo, enseñando, sanando y dando de comer a una multitud incontable de personas; y si esto no fuera poco, a la madrugada, caminando sobre las aguas y calmando una tempestad.
Los Evangelio no son concebidos ni mucho menos escritos para ser una cronología de sucesos. Sin embargo, el autor del texto sagrado, une en un mismo trazo estos acontecimientos. Una seguidilla de actos que escapan a cualquier explicación lógica y que están más allá del orden natural. Todo esto apuntando a algo muy específico, que pasa por un clamor y terina en la confesión de fe de los apóstoles:
"Realmente, eres el Hijo de Dios”.
Nuestro corazón tan necesitado de la acción divina, brinca de alegría con el vaivén entre la orilla del lago, las curaciones, los panes multiplicados y la barca estremecida y con Jesús caminando sobre las aguas, calmando la tormenta y siendo reconocido como Hijo de Dios.
Rápido nuestra alma se solidariza con el grito arrebatado de Pedro cuando impele a Jesús:
“¡Sálvame, Señor!”.
Nosotros mismo y sin esfuerzo, hacernos el ejercicio de trasladar, de forma simbólica pero muy real, el mar picado por la tempestad y la barca estremecida, a nuestra realidad convulsionada, a nuestra vida personal a punto de hundirse como la barca de los apóstoles.
¿Acaso no son estos días, días tormenta y tempestad? ¿No se ha tenido la tentación de valorar los acontecimientos presentes, como una irrupción intempestiva y apocalíptica a nuestra “normalidad” o como una especie de purificación?
Necesitamos escuchar la voz de Jesús que nos dice: “No tengan miedo, hombres de poca fe”. Si, ahí está el problema nuestro, la falta de fe. Eso explica que las montañas no se quieten a nuestro paso, y que sucumbamos llenos de espanto ante la posibilidad de morir.
No es necesario tener elevados conocimientos bíblicos y teológicos para descubrir que entre las intenciones del hagiógrafo de Jesús, está el que lleguemos a la conclusión que la peor de las tormentas, la que más estragos hace no es la que acontece en la naturaleza, sino dentro de cada persona, en su alma, mente y corazón y, a un Jesús tiendo también ahí, autoridad para calmarla.
Sin embargo, seguimos atenidos a que Dios haga las cosas, multiplique el pan, increpe al viento, calme al mar, aleje la tempestad… y nuestra mirada se pierde en el horizonte esperando toparse al alba con un Jesús caminando sobre el agua.
De esta secuencia de acontecimiento narrada por el evangelista, ha pasado prácticamente desapercibido lo que realmente importa: buscar ante todo y primero que nada a Dios, en palabras más sencillas: estar a solas con nuestro Padre Dios, al igual que Jesús.
Los ratos de silencio y recogimiento; esos momentos de retiro en el que nos abstraemos de la rutina cotidiana, la meditación y el esfuerzo contemplativo de comprendernos más allá de lo sensible y material, en total apertura a lo trascendente y espiritual; en definitiva, el tiempo de oración que tengamos fortalecen el vínculo que no sólo nos une a Dios, sino que nos hace uno con Dios. La fe se fortalece, crece la esperanza, desaparece el temor y aparece la confianza.
No se trata pues, de lo que Dios haga por nosotros –eso está más allá de nuestra competencia y dominio-, ni lo hagamos en nombre de Dios o para Él. Lo que realmente cuenta y vale es el tiempo que pasemos a solas con Él.
En oración y por la oración todo en nosotros encuentra propósito, valor y sentido. Sin la oración la fe sería sólo una pretensión de nuestro orgullo, volviéndose vanidad.
Cuando nuestra relación con Dios sea tan sólida como lo fue la de Jesús con el Padre, multiplicar panes y caminar sobre las aguas será cosas de niños… seremos capaces de dar la vida, en amor a Dios.
Ese es el punto.
Yerko Reyes Benavides
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