"La fe es garantía de las cosas que esperamos
y certeza de las realidades que no vemos".
(Hb 11,1)
Jesús, no se lo esperaba, una mujer cananea, en la región de Fenicia, al margen de la oficialidad de la fe y la garantía que da la casta, lo sorprende de forma tan admirable que no sólo consigue que le atienda y le otorgue lo que le pide, sino que de él recibe la aprobación una alabanza por su gran fe.
Pudiéramos entrar acá a considerar múltiples elementos del Evangelio en cuestión, debatir sobre si Jesús recibe o no una lección que le hace corregir o al menos, replantearse el rumbo del alcance de su acción redentora, o si esta escena más bien, es una posterior reinterpretación de un hecho acontecido en la vida del Señor, para dar razón de fe a una naciente iglesia y a unas comunidades cristianas renuentes a acoger a los conversos provenientes del paganismo.
Sin desatender la interpretación teológica, exegética, o eclesiológica que amerita ser considerar para una correcta comprensión del texto, hemos de enfatizar que lo que leemos es la Palabra de Dios, y esa Palabra no es sólo un relato de un hecho histórico, teológico o bíblico; sino que es, la expresión de Dios que se comunica directo a nosotros, quien nos habla al corazón y al alma y no sólo al intelecto, haciendo a su Palabra viva, sugerente, desafiante e interpelante.
Pocas veces nos detenemos a pensar en esto, y en virtud y gracias a la mujer cananea o siro-fenicia, ahora podemos considerar; pues ella recibe la Palabra del “Hijo del Hombre” que ella escucha y a la que ella responde, dando ejemplo no sólo de fe sino también de humildad y amor.
Por otro parte, hemos de considerar, además que, en cada texto de la Palabra de Dios que tomamos, hay unos protagonistas, los participantes directos de la acción narrativa: Jesús, los apóstoles, la multitud, algún enfermo, los fariseos, etc. Sin embargo, estos no son todos los participantes, hay uno más, uno que pocas veces se involucra, y que es el destinatario primordial de la acción salvífica que propicia la Palabra. ¿A quién nos referimos? A ti, lector u oyente de esta, claro. No hay Palabra de Dios desconectada del sujeto para quien es proclamada y anunciada.
Expresado de otro modo, en el relato de la curación de la hija de la mujer cananea, que hemos tomado como contexto de esta meditación, no sólo están Jesús, la mujer y los discípulos, incluyendo a la hija de la mujer que aparece como receptora de la curación procurada por la fe de la madre y dada por Jesús; también, cómo dijimos, está el lector de hoy a quien Dios le dirige su palabra ahora.
A este punto, retomando este texto en cuestión o cualquier otro, llegamos a él con una actitud nueva, con una perspectiva renovada, pues nos sabemos, y en efecto los somos, actores activos de la Palabra de Dios viva, que se hace eficaz en nuestra vida y, podemos pasar de un mera lectura narrativa a una lectura con lección de vida.
Para esto es necesario el acto fe. Una fe que ahora, a propósito del citado texto, es interpelada por una mujer que sorprende al mismo Jesús. Y no lleva a la pregunta: ¿En qué creía?
¿Creía en Dios? No lo sé. ¿Creía que Jesús era el Mesías esperado? No lo aseguro. ¿Creía en los milagros que Jesús hacía? Probablemente habría escuchado de ellos, o quizá habría estado como observadora silente entre las mujeres y niños sin contar de aquella multiplicación de los panes. Lo que sí sé, es que a aquella mujer Jesús no le es ajeno.
A la conclusión que llegué tras meditar en ello y ahora les comparto sin pretender tener la razón en esto, es lo siguiente:
- Creía en su hija, en su padecimiento y sufrimiento.
- Creía en el amor de su corazón de madre y en el dolor que sentía al ver padecer a su hija y no poder tomar su lugar.
- Creía en su propia fuerza y valentía interior que la hace buscar y no detenerse, hasta encontrar el bienestar de la persona sujeto de su amor.
- Creía en la fuerza de su voz y en que el grito desesperado de dolor que desgarraba su corazón sería escuchado, no importa si en ello se rompieran algunos convencionalismos, preceptos y/o normas.
- Cree en Jesús, quizá no de la misma manera como creen los apóstoles, pero cree en su bondad y eso le basta.
Llegado a un punto, apechando todo el ejercicio reflexivo hecho, me detengo, no continuo pues llegó a una conclusión: no importa en qué creía la mujer, sino que lo verdaderamente relevante ahora a esta Palabra de Dios, es hacerme consciente de mi propia fe, de lo que yo creo, de la materia y el contenido de mi fe, y no tanto el cómo y el dónde o desde dónde creo.
Evidentemente no expondré las respuestas, ni las conclusiones a las que llegué, y no es que se trate de un secreto o una vanidad de mi parte; es que recuerdo que todo esto, tampoco se trata de mí, sino de ti, porque todo esto, desde la Palabra de Dios, siempre se trató de ti y de tu fe.
A veces también a nosotros, al menos espiritualmente, nos hace falta deambular entre Tiro y Sidón.
Hay un elemento más, y esto si es común a los dos: esta fe nuestra, la profesada por mi como individuo y por ti como persona; esta fe que compartimos, por separado o reunidos:
¿Está a la altura de los tiempos que vivimos?¿Sorprendería a Jesús ganando de su parte su admiración y aprobación?
Yerko Reyes Benavides
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