sábado, 21 de noviembre de 2020

Sonreír es de Dios

Tanto se habla en estos días de “la felicidad” como condición ideal - idealizada para el vivir de la persona. Y, si bien es cierto que, hay ocasiones en las que rasguñamos la percepción personal de haberla alcanzado, al menos transitoriamente, esa condición o sensación, sin embargo, no es común a todos, ni todos pueden afirmar sin engaño que han llegado a un “estado de felicidad permanente. 

La felicidad se ha convertido en la gran utopía de nuestra sociedad contemporánea, desplazando, casi del todo, a condiciones humanas verdaderamente alcanzables como la virtud, la bondad, y para los más osados la perfección a la manera de Cristo.

Una sencilla prueba de ello es preguntarnos ¿Qué he de hacer para ser feliz? y la respuesta siempre estará divida en multitud de opiniones, muchas de ellas hasta contrarias o contradictorias, entre sí. 

Si esa misma pregunta se la hacemos a la virtud un abanico de opciones todas factibles, se despliega delante de nuestros ojos: práctica, constancia, dedicación, esfuerzo, empeño, perseverancia, válidos para hacerse virtuoso en un sin fin de opciones; no así lo son para la felicidad. 

La felicidad se presentará siempre como una promesa, no una realización; no así la alegría. La alegría es un don, un sentir intimo e interior, un vivir y también una decisión. La alegría pasa la prueba de la adversidad, el dolor, la dificultad, incluso la adversidad y se mantiene fiel en la tribulación y trascienda hasta  a la muerte. 

Para el creyente la alegría es como condición espiritual es en sí misma, testimonio de la presencia de Dios en su corazón y se manifiesta a través de la sonrisa. 


En un cristiano que no sonríe, el amor a Dios que dice tener y sentir no se hace creíble. 

Sonreír beneficia no sólo al cuerpo y a la mente, sino también al corazón y al espíritu. La alegría y la sonrisa son signos indiscutibles de una persona de sólida y sana espiritualidad.

Yerko Reyes Benavides

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