Todos estuvieron de acuerdo, nadie opuso resistencia, ni si quiera de pensamiento cuando Jesús convino que el primer y fundamental mandamiento es “amar a Dios por sobre todas las cosas”.
Incluso hoy día por más peros o reparos que pongamos a ciertas cosas de la fe, las iglesias o las diversas religiones, todos convendremos como lo hicieron entonces en este elemental mandamiento para la vida de todo creyente. Ninguno opondrá resistencia, por más atractivas que les resulten las cosas de este mundo, que antes que nada y primero que todo ha de estar Dios, aunque esto a la hora de llevarlo práctica deje mucho que desear.
Ahora bien, la cosa no queda ahí, hay más. Jesús pudo expandirse en consideraciones sobre este mandamiento, explicaciones, formas de hacerlo presente en el cada día, consejos entre otros comedimientos; incluso esperaban que lo hiciera. Como Maestro que era tenido por muchos, no estaban de más las enseñanzas que pudiera ofrecer al respecto del mandamiento dado por Dios a Moisés.
Hemos acá de hacer una implícita pero necesaria observación: Jesús pocas veces habló, enseñó, o actuó según lo esperado. Una cualidad que lo hace sorprendentemente atrayente nos son tanto sus milagros sino ser completamente impredecible.
En esta ocasión, también Jesús hace lo que no se esperaba; él trae a consideración un elemento de la ley que a nosotros nos hace eco y al que le damos completamente aprobación, valor y sentido que comparta protagonismo con el Madamiento de la ley de Dios: el amor al prójimo y el amor a sí mismos.
Como en todo lo de Jesús, hay más, y aquí también lo manifiesta, Jesús no da puntada sin dedal y aunque no le estén requiriendo ese “plus” él ofrece, más al tratarse del mandamiento fundamental. Apela a lo que era sabido por todos pero el olvidado por muchos, dice Jesús: “Y el segundo, es semejante al primero: amaras a tu prójimo como a ti mismo”.
Aquí hacemos una breve aclaratoria, Jesús no se inventa este mandamiento “segundo”, ya estaba establecido como ley para todo Israelita, el libro de Levítico da fe de ello (Cf Lv 19,18). Sin embargo, al ser un precepto y no un mandamiento muchos lo pasaban por alto desestimando su fundamental valía.
¿Por qué, pues, Jesús se toma la atribución de equiparar este precepto con el primer mandamiento de la ley de Dios?
No entraremos en la polémica si Jesús tenía o no autoridad para equiparar este precepto con los mandamientos y sobre todo tratándose del principal, el primero y el más importante. Los mandamientos proceden de Dios, y sólo Dios puede cambiarlos, modificarlos, transformarlos o incluso eliminarlos.
Si los Israelitas en el justo instante histórico en que esto está aconteciendo tenían o no conciencia de que Jesús era el Hijo de Dios vivo, Verdadero Dios, es debatible, sin embargo, ni si quiera el doctor de la ley tiene inconveniente en convalidar el planteamiento de Jesús pues se presenta como válido, oportuno y necesario (más ahora en nuestro tiempo).
Por otra parte, también podemos apelar para dar explicación esto, a lo que nos señala el Apóstol Juan: No podemos decir que amamos a Dios al que no vemos si no amamos al prójimo a quien si vemos (Cfr 1Jn 4, 20) y mucho menos se hace creíble aquella misma afirmación si ni si quiera existe en nosotros el amor propio.
Unido a este argumento, hay otro que en lo personal me es mucho más sugerente y con el cual damos cierre a este escrito, porque la reflexión queda abierta.
Para explicarlo sin ir a conceptuaciones teóricas, me valgo de esta anécdota: Un día conversando con un amigo le pregunté cómo iba su matrimonio, entre las cosas que me digo me quedé con una de la cual me valgo y que me ha servido de mucho; me dijo: “para amar a mi esposa como ella se merece he tenido que aprender a amar hasta al gato que tenía antes de casarnos”.
¿Por qué enlaza Jesús estos dos mandamientos?
El amor no se teoriza, se da y se recibe.
En el planteamiento de Jesús hay más que solo ideas, nociones o conceptos; hay una vivencia, una experiencia intima de reciprocidad, una relación y una realización.
Así pues, y valiéndonos de lo anterior, diremos: para amar a Dios como Dios lo merece hemos de amar lo que Él ama.
No será para nada difícil la conclusión de esta reflexión que la dejo en tus manos.
¿Qué ama Dios para que yo lo ame como él lo ama, y amándolo lo ame a él por encima de todo?
Yerko Reyes Benavides
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