miércoles, 19 de febrero de 2020

Sin levadura, por favor

Cierto día Jesús caminaba con sus discípulos por algún paraje de aquella basta región de Galilea. Era un día como cualquier otro, nada había de especial en aquella jornada. Iban en camino, como lo solían hacer en aquellos días, visitando los pueblos y caseríos de la región, llevando a las gentes la Buena Nueva: “el Reino de Dios está cerca” (Cf Mc 1,14-15).

Jesús hacía lo que más le gustaba: enseñar; y aprovechaba aquel rato de tranquilidad para instruir a sus apóstoles. Un día ellos heredaría el testigo del Evangelio, y ellos mismos, se convertirían en “maestros del amor” a ejemplo de su Señor. 

Les decía, con toda propiedad: “no confíen en la levadura de los fariseos y saduceos” (Cf Mt 16,6)… “Ustedes hagan lo que ellos dicen, pero no hagan lo que ellos hacen” (Cf Mt 23,3). Y su enseñanza era cierta y certera. Tantos inflan su pecho para vociferar glorias, mas sus acciones distan mucho de lo que su boca proclama. 

No ha de resultarnos extraño, en nuestra meditación, el descubrir que en las comparaciones que Jesús hacía para explicar lo complejo de manera sencilla, no utilizara como metáfora a la levadura para representar la misión y tarea del discípulo, sino la sal: “Ustedes son la sal del mundo” (Cf Mt 5,13-16)

La levadura se la adosó a los fariseos y su hipocresía de aparentar lo que no eran y de imponer a otros lo que ellos mismos difícilmente hacían. 

Así como la levadura que infla la masa e hincha el pan, así hay muchos -hablando de nosotros y a nosotros- que pavoneamos de ser férreos hijos de la iglesia –católica, apostólica y “romana” – que sea dicho de paso, no es una “nota” característica de la Iglesia, pues estas son: una, santa, católica y apostólica; pero nuestra compasión, caridad y misericordia distan mucho de la de Jesús.

Con la boca y la apariencia hinchamos un pan que no crece con masa y sabor sino con aire.

Andamos defendiendo la “tradicionalidad” de la institución (cosa que no está mal), pero se nos olvida que no hay nada más tradicional que el Evangelio del amor, del servicio, de la entrega, de la solidaridad. Se nos olvida que no son los “sacrificios” (ritos, ceremonias y liturgias) los que agradan a Dios, sino la misericordia.


No es la tradición la que amerita una irrestricta defensa, sino el Amor Evangélico. Muchos salen en defensa del velo y el latín; y pasan de largo ante la falta de caridad, la ausencia de bondad, comprensión y entendimiento que alejan a muchos del templo.

Jesús, no podía adivinar esta peculiaridad de nuestra vida eclesial contemporánea, pero si intuyó desde el inicio, que no serían pocos, a los que el amor como norma de vida y de acción les resultaría difícil de aceptar.

No es el latín el que debemos aprender para ir a Misa, sino a amarnos unos a otros como Jesús nos amó y en virtud a ese amor construir fraternidad y comunidad; una que se reúne para celebrar en Cristo, con Cristo y por Cristo el don de su gran Amor por nosotros.

Una comunidad que entiende que la misa no termina en el “pueden ir en paz”, sino que es esa la palabra de envío para que el Sacramento del Amor de Cristo se prolongue en una vivencia real de caridad, compasión y solidaridad.

Ese pan no se termina, no se agota, no se consume ni se acaba; al contrario, abunda, crece y se multiplica.

Quizá, se nos haga difícil entenderlo a la primera, y como los discípulos necesitaremos tiempo para hacerlo.

Cómo los doce, también nosotros podemos pensar que se trata del pan, de la hostia (a la que no se le pone levadura, ¿acaso para que no sea como el pan de los fariseos?)…

… Y Jesús, suspirando de nuevo, como lo hacía con frecuencia a la hora de enseñar a sus apóstoles, nos dirá: no se trata de la levadura o del pan.

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"Un amor que nos lleva al prójimo en su necesidad,
es un amor que nos traslada y nos hace tocar el cielo
donde está el Dios de Amor"
(Trazos a Mano)

Yerko Reyes Benavides

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