Todo tiempo, todo momento
es propicio para elevar una oración a Dios. Muchas veces nos excusamos ante el
olvido casi deliberado e inconsciente de este encuentro personal con Dios por
medio de la oración, “por falta de tiempo”, argumentamos para tranquilizarnos.
Otra de los pretextos que esgrimimos es cansancio o nos metemos el gran cuento
que laborando también oramos.
Una
de las enseñanzas que hemos recibido desde pequeños es la importancia de la
visita al Santísimo. Y en el mercado encontramos todo tipo de folletos,
manuales, devocionales, que nos ayudan a tal propósito. Sin embargo, para
visitar al Santísimo tenemos que ir a la iglesia donde él se encuentra nos han
dicho.
Si
establecíamos no hace mucho, amparados por la enseñanza de algunos grandes
santos y místicos de la iglesia sobre, las bondades de la comunión espiritual,
y esta no necesariamente se restringía a los espacios del templo y del
sacramento eucarístico, pues así también sucede con el encuentro con Jesús a través
de la oración: libre, abierta y espontánea.
Los
pretextos antes esgrimidos quedan sin validez ante la propuesta de esta “gota
de sana espiritualidad”. Hablamos de un minuto no como una referencia abstracta
de tiempo. Sino como un marcador de inicio que irá poco a poco incrementándose a
la medida en que se vaya estableciendo en nosotros la aptitud de la oración.
Un
minuto con Jesús Sacramentado, es un minuto de nuestro tiempo. Ni más, ni
menos. Con un minuto al día que comencemos y paulatinamente a la medida en que
nuestra interioridad así lo vaya requiriendo naturalmente, iremos convirtiendo
ese minuto en dos, en cinco, en treinta, en un hora o en horas completas si lo
requiere nuestro corazón.
Por
algo tenemos que comenzar, y comenzaremos por un minuto. Este minuto es una técnica muy práctica para habituarnos a aquellas
tareas que queremos realizar pero que no terminamos de iniciarlas o “meterles
decididamente el pecho”, como popularmente decimos.
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