jueves, 21 de mayo de 2020

"Dios me acepta como soy"

Hace mucho, sin querer fui testigo de una acalorada discusión. Rara vez me detengo a curiosear en los conflictos ajenos y menos si éstos se están exhibiendo públicamente y, así ha sido siempre. Sin embargo, esta ocasión, quizá movido por un sentido de solidaridad etaria, fue diferente y me quedé para dar fe, ahora, de lo acontecido. 

Un joven se defendía de los reclamos y reprimendas que le hacía una persona ya entrada en años, con los mejores argumentos a su disposición y las más ágiles armas proporcionadas por su edad. El ir y venir de reproches, hacía presencia desmedida, en aquella discusión que no vía su fin, ya que ninguna de las partes en cuestión estaba dispuesta a torcer su brazo. 

Sin embargo, el joven, quizá cansado de sentirse incomprendido por aquel adulto, quiso zanjar la discusión y encontró el argumento y, a su manera concluyó abruptamente el altercado con un lapidario: “Dios me acepta como soy”

Lo que no me esperaba, era ver que aquel adulto ni si quiera espabiló ante aquella verdad tan grande como una montaña, dicha con furor y sobrecogedora imprecación, y no vi venir su respuesta, la que fue expresada con un contundente: “¡Ridículo!”. 

¿¡Podrás imaginar!? En aquel momento, mi apoyo, solidaridad y un tanto de admiración fue para aquel “valiente joven” y su gesta (espiritualmente emancipadora). Y no sólo fue el mío el que recibió, sino el de todos los jóvenes que le circundaban. Quizá también, mi apreciado lector, este joven consiguió ya, la aprobación de tu parte, pues empalizaste con su historia y proclama. 

Hoy día, repasando en mi memoria este recuerdo, no sé, lo confieso, si volvería a solidarizarme de forma irrestricta con aquel joven. La razón la tiene el muchacho, de ello no queda lugar a dudas, pero la verdad no está de su parte. La verdad le pertenece a aquel adulto, quién en su proferido “ridículo” -más como manifestación de impotencia que como un insulto-, deja en evidencia algo que puede también ahora pasar desapercibido delante de nuestros propios ojos y perderse definitivamente. 

Es probable que la razón de la imperceptibilidad de esta verdad manifiesta, sea dada por el eco que tiene en nuestro corazón el "Dios me acepta como soy" y porque todavía retumba la altisonancia de aquello que resulta abusivo y grotesco; pero si a esto le damos un contexto más allá de la ofuscación, pueda que lo entendamos como el redoblar de una campana que avisa a la conciencia del peligro y de la trampa en la que puede quedar sitiada. 


Decir que “Dios me acepta como soy” es tan cierto como la vida misma. Aquel que es Bondad y Misericordia, y en esencia divina: Amor puro, recibe, acoge a cada uno según quién es y lo acepta tal y como se presenta ante su presencia. En ello no hay duda, ni pliegue ni doblez. 

Y justo acá llega, una puntualización sobre el argumento que merece ser tenida en cuenta: 

Dios sabe quién y qué es cada uno; para el no hay secretos, no hay fachadas, ni máscaras, ni tampoco apariencias; no hay teorías ni menos ideologías que le aporten noción; no hay engaño de nuestra parte que le oculte la verdad de nuestro ser, incluso su conocimiento de nosotros es mayor que el que nosotros podamos tener de nosotros mismos (Cf. Salmo 139). 

En todos los sentidos, nuestro conocimiento es parcial, es limitado y está condicionado. Sin embargo, ese mismo conocimiento es un proceso activo, que en nosotros se está realizando constantemente y no concluye, aunque tenga establecida la fecha de término. 

Lo que somos en esencia, no por gusto o preferencia, es lo vamos descubriendo a través del tiempo. Todo lo que somos ya es y también se está haciendo, se está realizando, está pasando, lo estamos construyendo, aunque a veces no hagamos nada. Ser consciente del sentido de perfectibilidad, propio de nuestra naturaleza, hará de nosotros exploradores incasables de nuestra propia esencia; descubridores de inusitadas capacidades y, artífices de la propia existencia: el conocimiento de nuestra verdad, nos hará libres (Cf. Jn 8,31-38). 

El llamado a “Conversión” que insistentemente recibimos del ámbito de la fe, no es sólo un grito desesperado – desde un desierto lejano y por una voz des-temporalizada- a cambiar y corregir lo que está mal en nosotros. 

La verdadera “Conversión”, esa que se escapa de los “tiempos litúrgicos” en donde suele estar encasillada, y a la que se le da un sentido meramente penitencial, aparece ocasionalmente delante de nosotros jovial y espiritualmente amena, para invitarnos –eco de voz divina- a abrir alma, mente y corazón y navegar insistentemente por las insondables aguas de nuestra propia esencia y llevarla por decisión a su plena realización . 

El movimiento espiritual que ocasiona hace de nosotros exploradores incasables y descubridores permanente del espectáculo de nuestra propia naturaleza; donde está aquello –huella divina en esencia humana- que nos hace ser mejores, y quizá ni si quiera estamos en cuenta de que está presente en nuestra propia naturaleza de la que ya somos poseedores. 

¿Dónde pues está la trampa de la que se ha hecho anuncio? 

La trampa llega, cuando ese “Dios me acepta como soy” deja de tener un sentido de acogida para convertirse en una justificación, una excusa o un pretexto; ni si quiera una disculpa. 

Pretender ser una estaca inamovible, clavada en la magnanimidad divina, es irresponsable, incoherente y espiritualmente negligente. 

Esencialmente no podemos dejar de ser quienes somos; pero siempre podremos hacer, esencialmente, de lo que somos, algo mejor. La dinámica espiritual que nos mueve interiormente es, justamente, llevar lo que somos al esplendor de su plenitud. 

Decir que "Dios me acepta como soy", no exime del camino de perfección al que él mismo nos llama. Descubrir que Dios nos acepta como somos, es reconocer que lo que somos no está acabado sino que está constantemente aconteciendo, y por tanto descubriéndose, aprendiéndose –desaprendiéndose y reaprendiéndose conscientemente – “perfectibilizándose”; acá es donde deja de ser una locura y se convierte en una oportunidad el llamado de Jesús a “ser perfecto” como el Padre y Él son perfectos (Cf. Mt 5,48), decisión que se ha de tomar dejando atrás la inoperancia y la insensata justificación que de ella se hace, y que esconde la cobardía de ser responsables de la propia existencia. 

El “Dios me acepta como soy” tiene su momento y su tiempo en nuestra historia personal de fe y vida espiritual; pero aferrarse para siempre a ello es “ridículo” y muy torpe de nuestra parte. 

El tiempo pasa, la vida se escapa de las manos como la arena de playa a orilla del mar, y si no se sale pronto de la parálisis espiritual (trampa siempre latente), jamás será contemplada la propia existencia refulgente y trasfigurada como la de nuestro Señor Jesucristo. 

Animo, Dios está contigo; ya no van quedando escusas. 

Yerko Reyes Benavides

No hay comentarios.: