jueves, 8 de abril de 2021

Consolación: Signo Espiritual de la Pascua

Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo;
les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen,
y les pondré un corazón de carne.
Infundiré mi Espíritu en ustedes,
y haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes.
Vivirán en la tierra que les di a sus antepasados,
y ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios.

EZEQUIEL 36,26-28


Todo comienza aquí, cuando nos damos cuenta que Dios ha cumplido su promesa.

Dicen los cantores y también los poetas que la vida es demasiado corta, y más corta para pasarla esperando por cosas que jamás llegan. Sin embargo, cuando se trata de Dios, no demora, cumple lo que promete y realiza lo que anuncia.

En lo que si hemos de estar claros que la manera cómo Dios actúa no está sujeta a complacer nuestras aspiraciones, y ni pasa si quiera por satisfacer nuestras expectativas.

Teniendo claro esto, vamos tranquilos al punto que nos ocupa en este escrito. Es imperativo, por la urgencia que demarca la brevedad de nuestra existencia, que pronto entremos, nos incorporemos en la Pascua del Señor, específicamente en la alegría y el gozo que ella despierta, sostiene y mantienen en nuestra alma, mente y corazón.

Hay algo que no dicen con regularidad, el tiempo en el que vivimos (y no se trata de nada que tenga que ver con la liturgia, sus ciclos y sus períodos), es el de la Pascua de Cristo. Es decir el tránsito de años que van de la Resurrección a la Parusía,  de la consumación de nuestra historia que nos dará la plenitud de la salvación en Cristo (otros insisten en llamarle, y no sin razón, el día del Juicio Final).

La promesa de Dios hecha por los profetas a Israel, en Cristo ha encontrado su realización. No esperamos otro acto de remisión, otra oblación, ni ninguna otra ofrenda, sacrificio o alianza. Aguardamos, desde el tiempo de los apóstoles, con expectación el Día del Señor, en el que manifestará la totalidad de su gloria y entraremos de una vez y para siempre en su presencia.

Esta locación en el tiempo de Dios, no sólo la vuelve un imperativo entrar de lleno en su Pascua sino también una urgencia. Así pues necesario le hace al intelecto el esfuerzo de saber reconocer los signos espirituales de la Pascua del Señor.

De uno de estos signos, estaremos reflexionando en este artículo, aunque ya hayamos mencionado en este preámbulo uno de ellos; uno del que no nos ocuparemos del todo en esta ocasión.

¡Consuelen, consuelen a mi pueblo!
—dice su Dios—.

Hablen con cariño a Jerusalén,
y anúncienle que ya ha cumplido su tiempo de servicio,
que ya ha pagado por su iniquidad,
que ya ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados.

Una voz proclama:
«Preparen en el desierto un camino para el Señor;
enderecen en la estepa un sendero para nuestro Dios.

Que se levanten todos los valles,
y se allanen todos los montes y colinas;
que el terreno escabroso se nivele
y se alisen las quebradas.

Entonces se revelará la gloria del Señor,
y la verá toda la humanidad.
El Señor mismo lo ha dicho».

ISAÍAS 40, 1-5


El Clamor de Dios ante el grito del hombre


Es el grito de desesperación de tantos, más de los que no imaginamos, más de los que vemos o nos topamos a diarias, puesto que la mayoría de las situaciones de sufrimiento quedan contenidas en lo privado, pasan desapercibidas, son de personas desconocidas, anónimas a nuestra cotidianidad.

Es el chillido indetenible que por más que se intente silenciar u opacar su sonido, llega al único lugar donde será del todo aceptado y jamás desatendido: al cielo.

El Profeta –Isaías- se hace portavoz de la respuesta que ha recibido y esta, a su vez es un clamor, de la boca del Señor ante el llanto, la soledad, la miseria, el hambre, la enfermedad, la humillación, la persecución por causa de la justicia, la marginación, el abandono, le vejación, la tragedia de no importarle a nadie, sino sólo al mismo Dios.
“Aunque el hombre olvide su propia humanidad, Dios no se olvidará del ser humano creado en bondad”.
El salmista inmerso en esta cruenta realidad se hace una pregunta, que es la misma que se hacen hoy día muchos: ¿De dónde me vendrá el consuelo? ¿De dónde me vendrá el auxilio? Y sin esperar él mismo se responde con la certeza de aquel que confía plenamente, con la convicción que da la certeza de haber sido escuchado en su ruego: “El auxilio me viene del Señor, el que hizo el cielo y la tierra”. (Sal 121,2)

El Profeta, entonces, puede demandar, y no sólo clamar, pues su voz es la voz del mismo Dios que hace resonar con toda su intensidad en nuestro interior:

“Consuelen, consuelen a mi pueblo, dice el Señor”.


No es una exageración de nuestra parte, ni tampoco un insistir enfermizo el prender buscar siempre lo que no está bien de nuestra humana naturaleza. En los templos hoy día se habla más del pecado que de la gracia. Nos hicimos expertos en penitencia y es por eso que ya muchos no entran a las iglesias. Pese a esto, y más en la actual situación, no es un acto penitencial, sino de sinceración más humilde el reconocer que como humanidad no hemos ido “deshumanizando”, y resplandece con su sobra la indolencia más cruenta.

La buena noticia es que está sombra no se ha instalado en el corazón de todos, puesto que ha sido el mismo Dios, quien puso el remedio, y nos lo dejó saber por medio de Ezequiel. No, no es un decir bonito, ni una palabra para recuperar el aliento, efectivamente ha sido el mismo Dios quien ha colocado por medio de Cristo un corazón nuevo latiendo fuerte, valiente y decido en nuestro pecho.


“Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados” (Mt 5,7)


¿Por quién? ¿Por quién seremos consolados? Es la pregunta que salta a la vista, y no menos obvia se hace la respuesta: por Dios. Lo que no se nos hace tan obvio a la pregunta subsiguiente: ¿Qué Dios? y su respuesta: el Dios que habita en el corazón nuevo que se nos ha infundido, en el Espíritu nuevo que se nos ha dado.

Hemos llegado al punto y, sin darnos cuenta, en el que se conjugan delante de nuestros ojos los tres Signos Espirituales que nos permiten discernir se estamos en la Pascua del Señor:

Consuelo – Compasión – un nuevo Corazón.


De estos tres, es el consuelo el signo espiritual que recoge y hace presente a los otros dos. Así pues el consuelo es la concreción de la compasión que sólo puede ser consentida en un corazón renovado.

Añadamos a lo antes dicho que la consolación en el sentido bíblico de su interpretación, representa el cumplimiento de la promesa; Jesús es la expresión divina en lo humano del consuelo de Dios, es la obra de misericordia por excelencia y hace presente al mismo Dios en el esplendor de su misericordia.

A modo de conclusión


Cuando al fin entendemos que la pascua no es un tiempo litúrgico y dejamos atrás tanto bagaje ritual, y soltamos toda carga que oprime al espíritu, para vivir en libertad, y además, vemos que la libertad en la que estamos viviendo es siendo consolación para muchos (no importa si nos ven, o nos agradecen, o si suma para la indulgencia, o garantiza un puesto en el autobús del cielo), sólo entonces podremos decir que la Pascua ha llegado y nosotros hemos entrado en ella para quedarnos.

Yerko Reyes Benavides

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