Hoy celebramos con gran fe y
devoción la fiesta de la Visitación de la Santísima Virgen María a su prima
Isabel. Y en el contexto de esta celebración litúrgica, manifestamos nuestro
cariño, admiración y respeta a la Madre de Dios con el gesto de coronar alguna de
las imágenes que la representan. Es paradójico que popularmente se haya
promovido esta fecha más como la fiesta de la Coronación de la Santísima Virgen
María que como la fiesta que la iglesia celebra hoy. Tendría más sentido que
este gesto se realizara el 22 de agosto cuando la liturgia de la Iglesia
proclama ocho días después de la fiesta de la Asunción, a María como Reina.
Al margen de esta disparidad
litúrgica. La expresión popular de coronar a la Virgen María siempre me ha
llamado la atención, y a lo largo del tiempo le he ido buscando un sentido
espiritual más que devocional. Aunque en la realidad es más devocional que
espiritual. Lo he compartido muchas veces que la imagen que personalmente tengo
de la Virgen María, es muy distinta a la que comúnmente vemos en la iconografía
mariana. Entre paréntesis, cada quien tiene una imagen de ella a su gusto,
manera y conveniencia. Lo que nos lleva
a discurrir cuál es la verdadera. A lo que diría: todas y ninguna. Pero
esto es tema de alguna otra meditación. Sería muy rico poder crear grupos de
discusión, o tener un momento de diálogo, intercambio de ideas, sentimientos y
visiones. Esta fiesta, este evangelio, da para eso y mucho más.
El texto del Evangelio del día de
hoy es el de Lucas 1,9-56. Todos lo conocemos bastante bien. Lo hemos oído proclamar
infinidad de veces, lo rezamos o incluso lo cantamos: “«Proclama mi alma la
grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado
la humillación de su esclava”. Tesoro resplandeciente este texto. Una vez
afirme de él que es un cántico a la rebelión, que brota de lo más profundo del
alma y mueve el caminar en el espíritu de cada persona.
María se proclama, se siente, se
interpreta, y se da a conocer como la sierva, la esclava, la humilde del Señor.
Nosotros la Coronamos, la vestimos con capa y le damos un cetro. Ella se dice
la portadora la gran manifestación de Dios donde los oprimidos, los pobres, los
esclavizados y los marginados han encontrado en Dios a su reivindicador.
Nosotros la rodeamos de lujos y joyas. En el magníficat Ella se compromete con
Dios solemnemente a llevar a cada ser humano la alegría de Dios que ella vive
en lo más profundo de su corazón, alma y cuerpo. Por eso salta de júbilo Juan
en el vientre de Isabel.
En el contexto en el que estamos
hoy, aquí y ahora, ese cántico espiritual ha de resonar con fuerza en todos los
rincones de nuestra patria. Ha de ser luz y fuerza espiritual que renueva nuestra
esperanza porque la promesa de Dios se cumplirá. El malvado no se impondrá sobre
los que aguerridamente buscan la verdad, la paz y sobre todo la liberación de
su presente y la apertura a un futuro prometedor. “Él hace proezas con su
brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y
enaltece a los humildes”(Lc 1,52)
Cierro los ojos y miro e incluso
escucho a mi Madre, María, dulce muchacha de Nazaret, decir: yo hoy no quiero
coronas, yo no quiero joyas, ni lujosos vestidos, ni capas de encajes; yo no
quiero disfraces ni mucho menos inciensos. Lo que yo quiero es otra cosa; que
cantes el Magníficat con tu vida y acciones.
Hoy cierro los ojos y la veo
envuelta con otro traje, un traje multicolor, de colores primarios, rodeada de
estrellas resplandecientes, no 12, ni siete, ni 20 ni 50 sino 30 millones (y
más ambicioso aun 7.000 mil millones de estrellas). Hoy la veo como lo que fue
y sigue siendo la amada de Dios, la que ama a la humanidad, la que intercede,
pero también la que con la fe puesta en Dios sale día a día a enfrentar con
determinación desde el amor las controversias de la vida.
El Magníficat es el cantico del
que no se rinde ni se rendirá jamás. Cantémoslo hoy con más fervor. Porque es
nuestro canto el cantar de María Reina, que lleva su corona porque los niños se
la entregan.
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