La
reciente publicación del libro La
Infancia de Jesús, escrito por el Papa Benedicto XVI, ha causado un revuelo
y ha levantado una polvareda en la expresión popular de la fe que se manifiesta
en los pesebres realizados por muchos en esta época de fiestas decembrinas. Una
pregunta resuena en el aire a vox populi: ¿quitamos o no quitamos la mula y el
buey de nuestros pesebres? Y también se escucha, como respuesta de niños en
rebeldía: “el Papa que diga lo que diga, nosotros dejamos la mula y el buey”, el
Papa no nos puede quitar de un plumazo nuestras costumbres y tradiciones,
concluye una mayoría.
La
pregunta que nos hacemos entorno a esta polémica por tan peculiares “testigos” del
nacimiento de Jesús -tal cual como versa una de nuestras canciones de aguinaldo
más apreciadas compuesta por el dueto Criollísimo, que dice: “San José y la
Virgen, la mula y el buey, fueron los que vieron al niño nacer…”(Corre
Caballito)- es si la presencia o
ausencia de estos animalitos afecta o no al acontecimiento histórico del
nacimiento del Hijo de Dios y, más aún, si contraviene el plan de redención.
Responder
a este cuestionamiento nos va a llevar un par de párrafos más. Ya que
necesitamos conocer un poquito más no sólo del origen de la tradición que ubica
a la mula y al buey en el mismo lugar del nacimiento de Jesús, sino también,
adentrarnos a cómo eran las cosas en el tiempo en el que estas narraciones
tienen su aparición.
Valoremos
en primer lugar el mismo argumento que utiliza el Papa para afirmar con tal
seguridad la ausencia de la mula y el buey del portal de Belén. Efectivamente
los textos que nos narran los hechos del nacimiento de Jesús no contemplan en
ellos la presencia de la mula y el buey. Si revisamos los Evangelios de San
Mateo y San Lucas, ninguno de ellos se detiene a dar detalles de su estadía en
el portal. San Mateo narra el nacimiento de Jesús diciendo: “Nacido Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos
magos que venían de oriente se presentaron en Jerusalén” (2,1) y continua
el relato aprovechando la presencia de los “reyes magos” como un contexto literario
para presentar, la huida de la santa familia a Egipto y su posterior radicación
en Nazaret, tal cual como en tradiciones antiguas se esperaba del mesías de Dios.
Por
su parte el Evangelio de San Lucas refiere el nacimiento del Salvador con estas
palabras: “Y sucedió que, mientras ellos
estaban allí (Belén), se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz
a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque
no tenían sitio en el alojamiento” (2,6-7). En ninguno de los dos relatos
aparecen la mula y el buey. Sin embargo, en el Evangelio de San Lucas surge específicamente
que el nacimiento acaeció en un “pesebre” (pe'seβɾe- lugar o cajón donde se da de comer a los animales), para hacer
especial énfasis en que tal “humilde” nacimiento sucedió porque “no había lugar para ellos en el alojamiento”.
Por la sobriedad con la que Mateo y Lucas recogen las tradiciones
orales, primera forma de transmisión de los hechos y dichos de la vida de
Jesucristo, no falta quien preste atención a otros relatos más aderezados de lo mítico y
lo mágico, para hacer de lo que ya es una acción maravillosa del amor de Dios
por nosotros, algo aún más extraordinario, tanto que se vuelve exagerado y
ficticio.
Tal cual es como lo asumen algunos textos
antiguos, llamados apócrifos (del latín apocryphus y este del griego άπόκρυφος apokryphos, significa
falso, supuesto o fingido), que por su contenido exuberante, no son contemplados
como Palabra de Dios y por ello no están en nuestra Biblia. Así nos encontramos
con el evangelio apócrifo del Psudo-Mateo (compuesto en latín hacia finales del
siglo VI) que pretende ofrecer mayor información sobre el nacimiento de la bienaventurada Virgen María y
de la infancia del Salvador. Es en este texto donde nuestros animalitos de la
discordia aparecen acompañando el nacimiento de nuestro Redentor: “El
tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró
en un establo, y depositó al niño en el pesebre, y el buey y el asno lo
adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: El buey
ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor. Y estos mismos
animales, que tenían al niño entre ellos, lo adoraban sin cesar. Entonces se
cumplió lo que se dijo por boca del profeta Habacuc: Te manifestarás entre dos
animales. Y José y María permanecieron en este sitio con el niño durante tres
días” (XIV, 1-2). De
ahí a la iconografía fue un salto muy pequeño.
Otro elemento importante a
considerar es que la costumbre de representar a través de imágenes el
nacimiento de Jesús se lo debemos a San Francisco de Asís. Según se cuenta, en
el año 1223 mientras predicaba en la campiña de Rieti, lo atrapó el crudo
invierno de la época, refugiándose en la ermita de Greccio, mientras meditaba el
relato del Evangelio de San Lucas, tuvo la idea de representar en vivo el
misterio del nacimiento de Jesús. Para ello confeccionó una casita, puso en
ella un pesebre y trajo una mula y un buey de los aldeanos del lugar e invitó a
los vecinos a reproducir la escena del nacimiento. Es gracias a la herencia de
los franciscanos que llega a nosotros tal tradición, traída por ellos a nuestro
continente probablemente entre el siglo XV y XV.
Desde entonces, toda representación,
a través de imágenes, del nacimiento del niño Jesús, ha tenido como principales
personajes aparte de María, José y el niño Dios, a la mula y al buey.
Es asombroso como ha calado tanto esta
escena en nuestra religiosidad, que incluso a la hora de representar artísticamente
la noche buena, el imaginario popular se desborda en creatividad. Ya en
nuestros tradicionales pesebres no sólo comparten protagonismo los ya mencionados
personajes, sino que también entran a escena todo cuanto es representativo de
nuestra cultura, idiosincrasia, o costumbres más autóctonas. Por ello en
nuestros nacimientos, encontramos además, gallinas, gallos, gatos, perros,
entre otros; o incluso imágenes más propias como una señora haciendo hallacas,
que demás está decir, no forma parte en ninguna forma del Belén histórico.
Esto
nos habla de la intención y del propósito de representar a través de imagen el
relato bíblico. Una forma valiosa de contemplar y acercarnos al misterio del
amor de Dios que se manifiesta en la Encarnación y en el Nacimiento de nuestro
Redentor. Aquella sobriedad de la que antes hacíamos mención de los
evangelistas al narrar el nacimiento de Jesús, se aprovecha y se convierte en
una oportunidad para dejar volar nuestra imaginación y abrir nuestro corazón, y
con ello sentirnos verdaderamente involucrados en la escena.
Utilizando
toda esta riqueza de elementos que nos identifican y forma parte de nuestra propia
vida, no sólo miramos la escena como meros espectadores, sino que nos
sentimos incluidos en ella; incorporados
como parte importante y fundamental de lo que contemplamos. Es así, que en cierta
forma, trascendemos al tiempo y nos
transportamos al momento y lugar histórico del nacimiento, donde el plan de amor de Dios manifestado en el
nacimiento de su propio Hijo entre nosotros nos sigue llenando de esperanza, de
paz y de luz.
El
sentir tan profundamente esto y asumir con todo nuestro ser que todo aquello
que aconteció en un momento especifico de nuestra historia, sigue siendo actual
y vigente, renueva nuestras fuerzas y le da constancia a nuestros pasos, en la
tarea permanente de construir y hacer de nuestro mundo un mundo más humano, más
fraterno, más justo, más parecido a ese cielo gozoso y a esa noche de paz que
vio nacer al niño Jesús.
El
pesebre, más allá de las imágenes que utilizamos para representarlo, nos sigue
hablando a la vida, y sigue siendo un llamado y una invitación a configurarnos
con Cristo Jesús, que se hizo uno con nosotros, puesto que el gran amor de Dios
no se ha quedado en el pasado sino que sigue siendo repartido a manos llenas.
Al
contemplar el nacimiento seguimos sintiendo intensamente el candor de aquella
noche y, se siguen iluminando nuestros ojos como niños al mirar las figuras que
representan la noche en que Dios fue arropado por los brazos amorosos y
maternales de la Virgen María. Puesto que esos brazos amorosos, profesamos,
representan a todos los hombres y mujeres de buena voluntad que exultan de gozo
por tan grande y maravilloso misterio.
Yerko Reyes Benavides.
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