“El Señor me ha dado lengua de discípulo,
para que haga saber al cansado una palabra alentadora.
Mañana tras mañana
despierta mi oído,
para escuchar como los discípulos;
el Señor me ha abierto el oído.
Y yo
no me resistí, ni me hice atrás”.
(Is
50,4-5)
¿Qué cosas habrás hablado al oído de Jesús, Padre de la Palabra?, para hacer que tu siervo no se resistiera a tantos ultrajes y vejaciones.
El “hijo del hombre” reconoce tu voz, atento está a tu Palabra, a su alrededor quedan quienes lo condenan, profieren palabras y más palabras, pero tu siervo no las reconoce como si a las Tuyas y, aunque para él estas palabras lo condenan a una inmerecida muerte, él guarda silencio.
El eco de tu Voz resuena en su corazón y eso basta.
En el huerto de Getsemaní tu Siervo eleva su propia voz, en su humanidad necesitada de ser escuchado por su Abbá:
«Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.» (Lc 22,42).
Su agonía no es desconfianza, el miedo no está anidado en su corazón, al contrario, necesita el susurro de tu voz, una vez más, como tantas veces lo ha recibido en su peregrinar mesiánico, cuando en medio de la noche, se escabullía para escucharte.
No habrá otra noche más para disponer el oído a tu Voz; esta será la última vez que tu Hijo, hecho hombre como uno de nosotros acudirá al velo de la palabra humana para trascender hasta ti:
Su trascendencia ahora será realizará en la plenitud de su humanidad, totalmente divinizada en el Reino celestial.
¿Qué Palabra dócil al oído y poderosa al corazón suspiraste en esa noche, en donde ambos corazones latían al unísono del sacrificio de la divinidad humanada?
“Muero contigo”.
¿Cuántas palabras son pronunciadas inútilmente? ¿Cuántas de ellas son utilizadas para lastimar, humillar, difamar, engañar, manipular, tergiversar y dejar heridas tan profundas, tan difíciles de curar?
La palabra humana que es utilizada para condenar, Tú la convertiste en palabra que redime.
La palabra que ofende y humilla, Tú la profieres para exaltar y dar reconocimiento.
La palabra que oprime Tú la haces liberadora.
Fue tu Siervo quien nos mostró el camino de la Palabra. Tu “discípulo” quien nos enseñó a reconocerla y oírla. Esa Palabra que resonó en lo más profundo de su corazón aun en el mismo momento de la entrega, cuando la palabra humana se volvía en su contra, salió la tuya a su encuentro, para que se realizara en él la remisión de todo lo humano. Redimida fue la palabra condenatoria y blasfema, su poder mortífero quedo anulado. El develó que la palabra tiene la eficacia de construir la realidad y en él de llevarla a la plenitud de tu divinidad.
Enséñanos a valorar la palabra como constructora de tu Reino, ayúdanos a recocer tu voz en el interior de nuestra alma.
Que la palabra que nos diste como un don de tu acción creadora la utilicemos en todo momento para construir, para crear la comunión entre hermanos, para darnos en plenitud. Has que inspire y se convierta en presencia nuestra en el alma y en el corazón de quien la recibe, así como Tú te hiciste presencia en nosotros por la Palabra encarnada.
Enséñanos a reconocernos verdaderamente por la palabra que inspira y fortalece los vínculos de unión en una misma naturaleza, la humana.
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