viernes, 19 de abril de 2019

Las Siete Palabras

Meditación 
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Desde hace algún tiempo he tenido la intención de sentarme con calma a escribir unas líneas cuyo propósito sean abordar las Palabras proferidas por Jesús en el momento final de su vida entre nosotros. 

Según la tradición fueron Siete las Palabras pronunciadas por Jesús, teniendo en consideración sólo aquellas que pronunció  desde la cruz. Sin embargo, al revisar los textos del Evangelio, nos damos cuenta, y sin ser peritos en la materia, que cada autor relata a su manera y según su intención el único y mismo acontecimiento de redención: la muerte del Jesús en la cruz y no coinciden entre ellos en la número exacto. 

Si nos fijamos bien, en cada Evangelio, su autor tiene matices propios, detalles que terminan siendo únicos. Marcos -el primero de los Evangelio escrito y conocido-  destaca algo que Mateo -el que le sigue en el orden cronológico de aparición- no lo hace y ni si quiera se percata; y así los demás. Eso si, vale mencionar,  no hay contradicciones entre los relatos presentados por ellos; ni tampoco entran en conflicto histórico; su más grande diferencia radica en los detalles de redacción y lo que cada uno quiere presentar de ese momento específico. Esto es totalmente comprensible porque cada persona tiene una manera de observar un acontecimiento de forma propia y personal, dándole significado propio y autónomo a lo que percibe y luego comparte, haciendo una selección de lo que quiere presentar y lo que desea silenciar. 

Para no dejara suelta esta idea, miremos el Evangelio de Juan: es el único que describe el momento en el que Jesús ya crucificado tiene el gesto de amor más grande para con su Madre, la Virgen María y la deja al cuidado y protección de Juan, el discípulo más joven de entre todos. En los demás Evangelio se menciona la presencia de María y otros acompañantes más todos omiten este detalle que si muestra Juan. Así pues, el hecho es que María su Madre estaba ahí acompañándolo y habían otras mujeres, entre ellas María Magdalena. Pero la “palabra" -una de las siete- pronunciada por Jesús sólo aparece en el Evangelio de Juan. 

En el Evangelio de Mateo no están algunas de las Palabras que Lucas propone fueron pronunciadas por Jesús desde la Cruz, y lo mismo pasa con Marcos. La mayoría de los autores, los que ofrecen una reflexión sobre estas palabras versan en las propuestas por Lucas y complementadas con Juan.

Dicho esto, hagámonos la idea de que necesitamos releer los cuatro relatos de la pasión, crucifixión y muerte de Jesús y lo que cada evangelista nos comenta aconteció ahí, según su visión y versión. 

Más que meditar las “7 Palabras”, como acto piadoso, uno entre tantos que se realizan en los días cercanos en los que la Iglesia conmemora la muerte de Jesucristo, vayamos a la fuente, no dejemos que otro nos cuente que a cuento suena de tanto que se ha contado.

Leamos de propia mano los Evangelios. No uno, ni dos, sino los cuatro. Cada autor da fe de los sucedido. Cada uno con su estilo, con su intención y propósito; a final de cuentas todos coincides en el mismo punto dar testimonio de que esta vez no se trató de un “alguien”, un "uno" u  “otro más” de entre tantos que fueron crucificados por los romanos; sino de Jesucristo, nuestro Señor; y tratándose de él, también en la Cruz hubo algo que no se había visto jamás. Paso algo inaudito e insólito: aquel a quien estaban crucificando de forma inclemente, tuvo el gesto de amor más grande que ninguno hombre había teniendo en situación semejante, jamás antes: el del Perdón
“Perdónalos porque no saben lo que hacen”
No, no se perdona al que te está lastimando, no al menos en el momento, quizá con el pasar del tiempo, cuando las heridas se cierren, y queden algunas cicatrices. 

No, no se perdona en el momento en el que te están lastimando; quizá lo más noble que alguno pudiera hacer es guardar silencio; o cuando mucho proferir gritos lastimeros a ver si se logra conseguir de parte del verdugo algo de compasión; pero no, no se le perdona; no, no ahí, no en vivo, no cuando las manos y los pies están siendo traspasados por los clavos; no cuando se han infringido tantos golpes e insultos; no, ahí no. 

Esta fue la Primera Palabra de Cristo desde la Cruz, cuando todavía no había sido colgado en ella, ni elevado sobre el suelo. Es la primera palabra con la que comienzan los autores su reflexión de ellas. 

Quizá lo que plantee ahora carezca de relevancia, pero me he hecho esta pregunta, y por ella no me había animado a escribir sobre este tema puesto que me parecía restrictivo para la reflexión: ¿Las 7 Palabras sólo cuentan las que fueron pronunciadas por Cristo en la Cruz? 

Investigando he notado que la “manera tradicional” de presentar la meditación de las 7 palabras es iniciando con la primera que Jesús dice desde la cruz, así que sí; ahí comienza cuando Cristo es clavado violentamente y adherido cruelmente en la cruz. Desde ese instante comienzan a contarse las “últimas palabras” que Jesús pronunciara, y acá vale insistir “desde la cruz”, porque no fueron las únicas palabra que el Señor dijera en el tránsito de su Pasión, Agonía y Muerte; ni tampoco fueron las "últimas" que pronunciase en Vida. 

De camino al Gólgota (lugar de su crucifixión) Jesús tiene un diálogo precioso que los Evangelios recogen por completo. No son palabras sueltas, es una proclamación, un detalle de gentileza y sobre todo de preocupación sincera. Llevando sobre sus hombros el madero en el que iría a ser crucificado; agotado y deshidratado; herido y maltratado en formas que nos son muy difíciles de imaginar, Jesús consciente de lo que a su alrededor sucedía, tiene la nobleza de detener su marcha y de consolar con sincera consideración a las mujeres que le iban acompañando y lloraban por él: 
“Mujeres de Jerusalén, no lloren por mí...”
No, está “Palabra” no aparece entre las siete; pero no puedo dejar de pensar en ella, puesto que es reflejo de lo que iba sucediéndose en el interior de aquel a quien habían castigado y torturado de tal forma que muchos esperaban que se espíritu ya se hubiera quebrantado y comenzara a renegar de todo cuanto él había compartido como “hijo del Hombre” y “Mesías y Señor” para la gente. 

Muchos por menos de lo que le hicieron a Jesús, lo habrían hecho; hubieran renegado hasta de su propio existir para complacencia de sus verdugos, y así, detener la tortura a la que estaban siendo sometidos.

No, no es el caso de Jesús y. él va totalmente consciente de ello.  

Las 7 Palabras tuvieron su momento y su lugar: la cruz. Sin embargo, no podemos simplemente llegar a ellas olvidándonos del contexto más amplio.

Cada palabra no fue pronunciada por una persona que estaba cómodamente sentada en un sillón tomándose un jugo o un café. Fueron dichas por alguien a quien por decirlas se infringía a sí mismo un dolor tan grande que era preferible no hacerlo y quedar en absoluto silencio. Cuando Jesús llega al Calvario lo hace con la "vida pendiendo de un hilo": agotado y sin fuerzas, totalmente castigado: "su rostro era irreconocible, ni si quiera perecía un ser humano". 

¿Por qué, si esto era así, Jesús, más allá de todo el dolor que le infringían en su cuerpo puso hasta el último ápice de su fuerza, para pronunciarlas? 

Estaba muriendo, y lo sabía, él mismo había apurado el trayecto de esta “Hora”, la hora de su glorificación y la glorificación del Padre. Había llegado sólo, nadie lo acompañaba, y aunque había gente a su alrededor: María, su Madre; María Magdalena, Juan y otras mujeres; él estaba sólo, nadie podía tomar su lugar, ni si quiera el Padre: 
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. 
No, no lo habían dejado sólo, solo que hay ciertas caminos que se transitan en soledad. La soledad se convierte en el único lugar donde lo único que queda es la propia existencia, donde todo lo demás desaparece, y aparece el yo auténtico, dando la última batalla, la que se pelea contra el miedo. Esta batalla, aun en la Cruz, donde no había posibilidad alguna a su favor que la ganase, Jesús vence la última tentación y deja sin autoridad al tentador.

Vencido el miedo llega la libertad y Jesús la reclama para sí y los suyos. 

No, Jesús no había sido abandonado en el clímax de su agonía. El grito no de quien se siente despojado, ni tampoco de aquel que reprocha su infortunio, sino del guerrero que está dando entregándose a sí mismo en la contienda final y demanda el auxilio de lo alto para despojar de todo poder y autoridad al mal y a su propagador.

Y así pasa: aunque para el mundo la cruz era el signo del fracaso más rotundo, Cristo sale triunfante y victorioso, en el Ara de la Cruz el gran vencido es el tentador y su derrota el quedar sin poder ni autoridad sobre la humanidad. 

Hace poco, me invitaron a acompañar el ejercicio piadoso del Via-Crusis. Acepté con gusto. Es propio del tiempo litúrgico de la cuaresma realizarlo. (Sólo que, y es la pregunta que tantas veces me he hecho: ¿por qué hacerlo sólo en cuaresma? El ejercicio queda como una práctica de temporada. No hay una norma que impida hacerlo en otros momentos del año y en otros tiempos litúrgicos, por ejemplo en tiempo ordinario. Las cosas hechas por costumbre, o porque así esta mandado, o porque esa es la tradición, no me acomodan muy bien. Trato de hacer las cosas por convicción y también respondiendo a la necesidad, un Itinerario de vida espiritual como proceso de crecimiento. Evidentemente hay cosas que tienen su momento y son más sugerentes dentro de su contexto propio; pero no es “la forma” inamovible de hacer algunas cosas). 

Este Via-Crusis no tenía nada de particular. Era un Via-Crusis “estándar”; es decir “lo típico". El detalle era la expectativa que me había hecho y lo que buscaba: hacer una verdadera meditación de los pasos de Jesús hacia el Calvario; sentirme haciendo con Jesús el camino hacia la Cruz. El ambiente se presta, me dije, un lugar tranquilo y al resguardo, en un edificio cerrado. Mi sorpresa fue que no fue así. El Via-crucis se iba a realizar recorriendo las calles. Tampoco esto es algo atípico, en muchas partes se organiza esta actividad recorriendo las calles aledañas a los templos, o en los sectores de las comunidades. No es raro tropezarnos con un grupo de personas portando crucifijo y velas por las calles de nuestros vecindarios. 

Esto no me incomodó, sólo que no era lo que esperaba, como ya he comentado. Comenzamos el Via-Crusis: Primera Estación. Te adoramos ¡Oh Cristo! y te bendecimos. Que por tu santa cruz redimiste al mundo… Segunda Estación, Tercera, Cuarta… Y a medida que avanzábamos por más esfuerzo que hacía no lograba concentrarme. Mis pensamientos se iban con mis ojos a lo que primero reclamara su atención. Quinta Estación… Nada, mi imaginación revoloteaba. Sexta Estación, el sonido de una canción se escuchaba a lo lejos, en mi cabeza retumbaba su letra. 

De pronto, una idea pasó por mis pensamientos, ayudada por una imagen colocada en uno de los altares que un vecino preparó para demarcar la Estación que ahí correspondía. La imagen: Jesús Nazareno. Y ahí todo desapareció, no sentí más la canción que seguramente seguía sonando. ¿Qué estación era? No lo recuerdo. 

Una idea se hizo presente, sólo una, y ella bastó para el resto del recorrido: 
¡Qué difícil hubo de ser para ti, Jesús, haber mantenido la concentración! 
Seguramente necesitaste de todas tus fuerzas, las que ya no te quedaban para no distraerte y comenzar a divagar en pensamientos neuróticos, propios de los que han recibido un castigo en la magnitud en el que tú lo recibiste. 


Fue justamente ese estado de concentración el que te permitió hacer lo inimaginable. Lo que nadie en su lógico raciocinio hubiese podido hacer.

El mundo a tu alrededor no desapareció. Ni tampoco la gente que estaba ahí. Las personas por las que hacías esto, incluso los que no se esperaba un detalle de bondad de tu parte bajo esas circunstancias, las tenías presente en tu corazón que latía veloz, taquicárdico ya, por la falta de sangre que irrigará tu pecho para su normal funcionamiento. 

“Ten compasión de mi cuando llegues a tu reino”. Le dijo uno de los que junto con él habían crucificado ese mismo día. Ellos habían caminado delante. Si la “crucifixión de Jesús” se apegó a las maneras romanas de impartir semejante castigo, los que ya estaban en el Gólgota debieron haber hecho el mismo recorrido que poco después haría Jesús; más no se les recuerda. Nada extraordinario había en aquellos dos. 

Jesús, pudo haberse echo el que no escucho, de hecho no hubiese sino extraño que lo hiciera, sus oídos debía retumbar por la intensidad de la presión que ejercía sobre su cráneo la corona de espina. El dolor de cabeza que debió estar sintiendo en ese momento lo pudo dejar sordo. Pero Jesús, lo escucho y no lo dejó así; de inmediato busco la manera de acomodar su cuerpo en la cruz, agonía en cada movimiento, pero Jesús quería mirarlo a los ojos mientras le contestaba; concentra su fuerza en los pies para así poder despegar su pecho del leño, que sus pulmones recibieran un poco de aire para poder hablar. No me imagino lo dolorosos que fueron esos movimiento, pero Jesús los hizo y le dijo:
“Hoy, te lo aseguro, estarás conmigo en le Paraíso”. 
Estas nos son las palabras de un desquiciado por el dolor, de una persona delirante por la agonía que ha perdido el control de su consciencia. No, claro que no, al contrario son las palabras de un hombre que tiene todas las facultades de su mente activas, sus emociones bien enfocadas, sus sentimientos bien determinados.

El sabe quién es y qué está haciendo, hasta el último suspiro del poco aliento que a este punto le va quedando en el cuerpo.. 
¡Qué maravillosa concentración, la tuya Jesús! 
Estabas ahí, sabiendo lo que hacías, y no te dejaste arrebatar la paz para hacer todo cuanto tenías pensado hacer y proceder en total libertad a pesar de lo que estaba aconteciendo contigo ahí en la cruz.  Y fuiste libre, libre para amar en donde cualquiera hubiese odiado con todas las fuerzas de su ser. 
¡Qué vergüenza la mía!
Y no, no por no haber podido concentrarme en esa actividad de ocasión.
Me avergüenzo pues me  haz hecho detenerme a pensar en mis actitudes y las respuestas que he dado en los momentos de tensión, de riesgo, de dolor y sufrimiento; en las ocasiones en las que he sido agredido física y emocionalmente; y no, no se parecen a las tuyas: ¡Qué vergüenza!  
Qué vergüenza al desafiar el perdón que tú me das no perdonando las ofensas que profieren en contra de mi, pero más cuando me quedo acomodado en escrúpulos que son la forma religiosa de enmascarar los miedos. Y vergüenza me ha de dar el seguir sintiendo culpa por los pecados ya perdonados.  Desestimo con todo ello el poder de tu gracia, la gracia de tu agonía en la cruz conquisto para mi. 
Delante de mi siempre has estado.

Tu ejemplo, tu testimonio, pero sobre todo tu amor siempre; acompañando a la humanidad y qué poco hemos aprendido de ti. Perdemos la concentración fácilmente. Nos dispersamos y nos quedamos con lo más básico, lo instintivo de nuestra naturaleza. 

Qué fácil es amar cuando se nos ama. Pero tú nos enseñaste que en ello hay poco mérito. El amor se vive de verdad cuando se sigue manifestando aun cuando no es correspondido. Cuando es capaz de expresarse de formas imaginadas. Cuando el que ama sigue amando y no deja de hacerlo aun cuando pide un poco amor y recibe en cambio hiel: “Tengo Sed”. 

No, Dios no nos necesita para ser Dios. Se equivoca aquel que dijo que sin nosotros Dios no podría ser Dios. Si bien es cierto que es nuestra consciencia –el darnos cuenta- lo que hace que aparezca en el horizonte de la humanidad. Dios es Dios sin nosotros, pero prefirió ser un “Dios-con-nosotros”. Su decisión en la eternidad; su compromiso y entrega en el tiempo, y continua y lo hará hasta la consumación. 

Esta no fue una palabra pronunciada por Jesús en la cruz; ni si quiera fueron palabras de Jesús, sino una aclaración de Juan el Evangelista que quiere describir el sentimiento que mueve al Maestro y late fuertemente en su pecho. Esta afirmación no está por casualidad. Lo que esta frase expresa lo pone todo en orden, lo que pudo parecer caótico ahora tiene sentido: y nos da el contexto de todo lo que va a suceder con Jesús transitando su Hora: 
“Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” 
Todo se explica a partir de esto. No hay fuerza física humana o sobrehumana que hubiese podido resistir todo lo que hicieron con Jesús (y esto es más que todos los golpes, latigazos, patadas, bofetadas, latigazos que recibió en su cuerpo). La misma concentración que mantuvo Jesús; una concentración que lo llevo a expresarse de la forma más amable, cariñoso y tierna, más que en cualquier otro momento de su vida, no la hubiese tenido si no hubiese sido movido por un amor que no encuentra mejor cualidad para ser descrito que una Amor llevado al Extremo

Cada Palabra por él pronunciada, desde el mismo comienzo: “Conviértanse porque está cerca el Reino de los Cielos”, hasta la última pronunciada antes de exhalar su último aliento, encuentran su sentido en el Amor: en eso sabemos que es Dios: el que por nosotros murió y resucitó, porque “Dios es Amor”. 

¿Cuál fue la Voluntad del Padre para Jesús? 

Jesús decía dijo con frecuencia: “Yo no he venido por cuenta propia, sino por deseo y voluntad del Padre” ¿Cuál, pues, es esa? Ahora la entendemos. No, no viniste a dar tu vida por nosotros. No, ese Dios no existe, viniste a Amarnos y amarnos de una forma insospechada, difícilmente comprensible si se trata de entender con el intelecto. Sólo el que ha amado y “ha amado mucho” y no ha tenido miedo de amar aun a contracorriente, puede despejar algunas incógnitas de lo que significa “Amar hasta el Extremo”. 

Ya acercándose al final, cuando ya prácticamente toda la sangre del cuerpo de Jesús había sido vertida, y la tierra la había absorbido con ansiedad. Jesús, aun consciente de sí mismo dice: 
Todo está cumplido”. 
En verdad, en verdad, todo se había cumplido. 

Y no, no se trata de las profecías antiguas que habían vaticinado un momento como esté. No, tampoco se trata de la obligación “moral” que Jesús tenía con el Padre: “cumplir Su voluntad”. Ya horas antes Jesús le había suplicado que desistiera, que lo eximiera de la agonía: “Aparta de mí, Señor este cáliz”; habían sido sus palabras, unas que se reiteraron durante la noche, antes de su arresto; antes que todo comenzara; aunque ya había dado comienzo todo desde el momento en que se hizo uno con nosotros.

No, Jesús no fue al Gólgota porque se sintiera obligado, o por cumplir con una “Palabra”; sería iluso de nuestra parte pensar que era inevitable aquel final, y que Jesús “no tuvo más remedio que aceptar la cruz” como un gesto noble y altruista de su divinidad. 

Lo que Jesús, en sus últimas exhalaciones cae en cuenta –se hace consciente- es que ya ese punto, segundo antes de morir,  todo su Amor –humano y divino- se había dado sin reservas, sin restricciones, sin condiciones. Todo él  había sido vertido, como toda había su sangre sido vertida. No quedaba ya nada. Jesús se siente satisfecho de sí mismo. No hay culpa ni remordimiento, no hay pendientes, todo lo que tenía que hacer lo hizo, y lo hizo aceptando todas las consecuencias, hasta la misma cruz. 

“Lo que para los judíos fue escándalo y para los paganos locura”, para nosotros fue el acto de amor más grande y sublime que jamás nadie podrá darnos. 

Y sintiéndose satisfecho de sí mismo, los clavos no duelen ni en las manos ni en los pies; la corona de espinas no punza en la cien, ni se siente ya la cruz; ha desparecido el cansancio, el agotamiento extremo se fue. Y aunque la sangre y los hematomas del rostro impiden ver a los ojos de Jesús, en él hay una mirada de conformidad -nunca de resignación-, y esboza una sonrisa (nadie la vio, pero Jesús sonrió) una que nace en el alma, una sonrisa que sólo es percibida por el Padre a quien Jesús dirige su última palabra antes de fallecer: 
“Padre en tus manos encomiendo mi espíritu”. 
A manera de conclusión. 

Estos días pasan junto con sus prácticas piadosas. En poco tiempo la rutina del quehacer cotidiano habrá vuelto y nos atrapará y ya no tendremos ocasión de pensar en estas cosas. Ya no más, quizá, el próximo año. Estaremos “distraídos” en lo que nos “concentramos” a diario. Sin embargo para mí, haberme dado cuenta que mi concentración no está en lo que debería; que divago y me disperso en tantas cosas que son importantes pero no fundamentales, ha sido sumamente revelador. 

Vivir no es simplemente cumplir con el estándar de un ser vivo, valga la redundancia. No se trata de quedarnos como espectadores en el gran espectáculo del Cosmos y su infinitud. Muchos pasan por la vida, pero la vida no pasa por ellos. No se arriesgan, los paraliza el miedo; otros piensan que vivir es acumular riqueza, fama y poder. La gran aspiración de muchos en un auto, o ser directivo en una corporativa. Veo cómo a los jóvenes se le insiste que la razón para estudiar es la de tener un “futuro”; un futuro que está cuantificado y no cualificado. 

La utopía de los hombres es la “Felicidad” incluso involucran de formas muy atípicas a Dios en esta concepción de la vida, y dicen: “Dios quiere que tú seas feliz”; “la Voluntad de Dios es tu Felicidad” o esta otra: “Dios no te hizo para que fueras perfecto, sino feliz”. Hace tiempo me rebelé contra estos pensamientos “cliché” y superficiales. 

Nuestro “destino” es “pasar” por el mundo teniendo conciencia de que estamos “de paso”. Ahora nos queda definir el cómo; porque el cuándo está aconteciendo. La buena noticia es que tenemos a alguien en quién inspirarnos, alguien que nos acompaña, y nos fortalece con su Amor y Gracia y junto a él dejaremos una huella imperecedera de Amor Verdadero.

Yerko Reyes Benavides

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